Aquel 13 de abril de 1969 se cumplía la séptima singladura desde nuestra partida de Baltimore (EE.UU). El tiempo, tras cuatro días aguantando un duro temporal del noreste con vientos de hasta 50 nudos que arrastraban densos nubarrones cargados de agua, cellisca e incluso nieve, había comenzado a mejorar durante la pasada noche, tal y como habían anticipado los partes meteorológicos que, cada cuatro horas, recibíamos por radio (Morse). A primera hora de la mañana, nos encontrábamos a 38º 40´ de latitud norte, y a 41º 30´de longitud oeste, posición estimada, dado que el firmamento había permanecido cerrado a lo largo de la borrasca, lo que había impedido situarnos por astronomía, el único medio que, por aquel entonces, existía para obtener una situación en alta mar.
Desde la salida, navegábamos a tan sólo 9 nudos, cuando la velocidad de crucero del Liana, que ese era el nombre del barco, rozaba los 13. Navegar con la máquina moderada se debía a la decisión que el jefe de máquinas había tomado con el visto bueno del capitán. En el viaje de ida (Avilés – Nueva York), uno de los doce tirantes que sujetaban el motor principal a la bancada había quebrado y, ante la imposibilidad de obtener uno de nueva factura (había que fabricarlo en el astillero español donde el Liana había sido construido dos años atrás) no hubo otra solución más que la de soldarlo, y de ahí la razonable precaución del jefe.
“Era el primer ingenio de sus características que se instalaría en España”
Volvíamos a casa cargados al completo con lo que se conoce como un “tren de laminado en frio”, cuyo destino era la acería de Avilés de la “Empresa Nacional Siderúrgica de España” (Ensidesa). La maquinaría que lo integraba consistía en un sinfín de piezas de todas las formas y tamaños, algunas de ellas enormes y otras no tanto aunque si delicadas, y venían embaladas en grandes y robustos cajones. Aquel ingenio sería el primero de estas características que se instalaría en España.
Sobre las diez de a bordo, cinco horas más en la España Peninsular (seis con respecto al horario GMT, hoy UTC, por el que reglamentariamente, me regía), el viento estaba prácticamente en calma, y las olas, un maretón perezoso que recibíamos por la amura de babor, no provocaban más que un lento y suave cabeceo al Liana.
La calma, por decirlo así, había llegado y facilitaba la inspección de las bodegas. Nada indicaba que allí abajo no estuviera todo en orden, pero, tras cuatro días de pantocazos y fuertes escoras, no estaba de más echar un vistazo a la carga. A esa hora, yo dormía tras el periodo de guardia comprendido entre las 08.00 y las 12.00 GMT.
—“¡Buenos días! El capitán le llama al puente” — me informó, conciso, el marinero que vino a despertarme. —Es urgente— añadió, antes de cerrar la puerta del camarote.
Preocupado y nervioso, me vestí lo más rápido que pude y, un par de minutos más tarde, estaba frente a don José Urrutia, el capitán; un hombre que rondaba los cincuenta, afable, reposado y competente.
—José Ángel ha sufrido un accidente; ve encendiendo los equipos. Enseguida estoy contigo —me dijo con voz grave, apretándome con fuerza el brazo con una mano, gesto que interpreté como “tranquilo muchacho”.
“Por primera vez en mi vida, podía depender de mí la vida de un compañero”.
De todo esto, hace casi cincuenta años (entonces tenía veintidós) pero aquellos días, nunca han dejado de estar presentes; recuerdos que se han reforzado tras la lectura del informe que, en su momento, tuve que redactar acerca de las comunicaciones por radio efectuadas en demanda de auxilio. Esta crónica, que hasta hace pocos días andaba perdida entre viejos papeles, es la que me ha hecho revivir lo que entonces aconteció; volver a sentir de nuevo el estremecimiento que sentí, cuando, por primera vez en mi vida profesional, podía depender de mi actuación la vida de un compañero, la de uno de los entrañables amigos con los que, a lo largo de los dos años que estuve embarcado en el Liana, tuve la suerte de compartir alegrías y tristezas.
El accidente, un golpe muy fuerte en la cabeza, se había producido minutos atrás, mientras que José Ángel de Martino, el primer oficial, y Alberto Viamonte, el contramaestre, inspeccionaban la bodega de proa, linternas en mano. El contramaestre no sabía exactamente lo que había ocurrido, aunque suponía (como más tarde se pudo comprobar) que uno de los muchos y gruesos tablones con los que se trincaba la carga se había desprendido. El golpe, en la cabeza, debió ser muy fuerte, aunque sólo fuera por el peso del madero, y le dejó inconsciente y sangrando abundantemente por la nariz.
Cuando me llamaron, José Ángel había sido trasladado a su camarote semi inconsciente, pero, con los primeros auxilios, la hemorragia había cesado. Junto a su cama y a su cuidado, permanecían el segundo oficial y el mayordomo, cuyos nombres soy incapaz de recordar, como lamentablemente, también me ocurre con los de otros muchos compañeros del Liana.
Con arreglo a la situación estimada, la tierra más cercana, era las islas Azores, distantes unas 750 millas, por lo que el capitán, el Viejo (dicho coloquialmente entre marinos), optó, en primer lugar, por pedir consejo médico al barco meteorológico Echo, (su nombre real era Duane, y pertenecía al “Coast Guard de los EE.UU)” que, como todas las “Estaciones Meteorológicas Oceánicas”, contaba con doctor a bordo. Este buque tan especial, permanecía estacionado a unas 350 millas al sur.
—Aquí tienes el mensaje; transmítelo —me ordenó el Viejo, entrando en la cabina de radio con una cuartilla escrita de su puño y letra en la mano.
Para entonces, según el informe aludido, eran las 16.04 GMT, las válvulas del transmisor y del receptor de onda media ya estaban calientes, y ambos aparatos, sintonizados en la frecuencia de socorro y llamada en Morse de 500 Kc/s. En cuanto a mi ánimo, la preocupación se centraba en mi mano derecha. De momento, no me temblaba, pero dudaba y mucho de que fuera capaz de mantener el pulso o de que no se quedara agarrotada en cuanto pusiera los dedos sobre la perilla del manipulador. Afortunadamente, nada de esto pasó, y el Echo, no tardó ni dos minutos en responder a mi llamada.
“Nuestra alegría no duró mucho: a media tarde, empezó a empeorar”
El enlace por radio, con el capitán sentado a mi lado y un “mensajero” yendo y viniendo al camarote de José Àngel, vino a durar algo así como una hora, durante la cual, previa información acerca del herido: varón, 24 años, complexión fuerte, raza blanca, fuerte golpe en la nuca sin deformación aparente ni signos externos de herida, pérdida del conocimiento durante cinco minutos, dolor de cuello posterior, hemorragia nasal corta, sangre clara, vista enturbiada, 63 pulsaciones, no dejamos de intercambiar mensajes sobre cómo inmovilizarle, qué medicamentos y cómo debíamos administrárselos, todo ello con arreglo a las medicinas e instrumentos médicos con los que contaba el botiquín reglamentario de a bordo, instrucciones que seguimos, sin que el doctor llegara a darnos un diagnostico claro, si bien, José Ángel, pareció mejorar.
Pero nuestra alegría, no duró mucho: a media tarde, comenzó a empeorar. Estaba relativamente tranquilo, pero se quejaba de un fuerte dolor en la cabeza y cuello, y sus pulsaciones habían bajado a 55 (“estén atentos a la temperatura”, había advertido, entre otras indicaciones el médico), agravamiento que llevó a que el capitán decidiera realizar una nueva consulta, esta vez a la Policlínica Naval sita en Madrid.
Para transmitir el largo y detallado mensaje con el que don José pedía dictamen y consejo a los médicos de la Policlínica de la Armada, enlacé con “Aranjuez Radio”, la emisora de onda corta del Servicio Marítimo Español, desde donde de inmediato mis compañeros en tierra lo retransmitieron a la policlínica por teletipo.
Al igual que el enlace con el barco “meteo”, el intercambio de mensajes con Aranjuez Radio tuvo largos tiempos de espera, pausas que, en parte, se debían a la necesidad “técnica” de que el doctor diera por escrito preguntas y respuestas.
Esta primera conexión con la policlínica, duró más de tres horas, finalizando con la recomendación de evacuar urgentemente al herido. “Probable fractura de cráneo”, fue el dictamen definitivo del equipo médico.
Ante esta conclusión, pedimos auxilio a Punta Delgada Radio, en la isla de San Miguel (Azores) solicitando la evacuación, pero la respuesta fue que, dada la distancia, no disponían de medios para llegar hasta nuestra posición y, por lo tanto, debíamos poner rumbo hacia la isla.
Estábamos en medio del Atlántico y no había más alternativa que no fuera la de recibir asistencia por parte de un barco que navegara cercano y contara con doctor.
“El mensaje de urgencia que transmití en 500Kc/s era XXX, el de mayor prioridad tras el de SOS”
XXX XXX XXX DE EFBH EFBH EFBH =“Spanish ss Liana/efbh at 140508 gmt in position 35.05 n 38.49 w. Course 87 speed 10 knots. All ship with doctor onboard. We need evacuate urgent accident men with probably fracture cranium acoording to medical consultatión, Please reporter. Master Liana”. Fue el mensaje de urgencia que lancé en la frecuencia de 500 Kc/s. (XXX, que significa urgencia, era el mensaje de mayor prioridad tras el de SOS. — EFBH, era el indicativo de radio del Liana)
A bordo, según la hora local, eran las 11 de la noche y mientras que, impaciente, esperaba una respuesta, giré la cabeza hacia el amplio portillo que se abría en el mamparo a mi izquierda, un poco por encima de mi cabeza. Fue un gesto mecánico del que llegué a darme cuenta porque en ese momento, el Liana se recuperaba del balance que había dado a babor, y ahora, se inclinaba a estribor, y de no ver más que el oscuro océano a través del grueso cristal, pasé a contemplar el firmamento cuajado de estrellas.
En ese mismo instante, oí que me llamaban (EFBH DE UGNI). La señal, llegaba limpia y potente por el altavoz que tenía a mi frente. Tomé el lápiz, y sin dejar de escribir grité:
—¡Capitán!
La radio, tenía comunicación directa con el puente a través de una ventanilla, y el Viejo acababa de ausentarse para atender la llamada que acababa de hacerle el oficial de guardia.
Quien me daba acuse de recibo al mensaje de urgencia, era el Trudovaj Slava abanderado en la URSS (UGNI, su indicativo de radio me lo decía). Informaban que contaban con médico, y que hacían rumbo directo hacia nuestra posición, solicitando que nosotros hiciéramos lo propio. Su posición, 41.04 n 43.06 w, le situaba a unas 350 millas al norte. “En breve, daremos más noticias”, terminaba el mensaje.
“El “Trudovaj Slava”, con equipo médico, acudía en nuestra ayuda a toda máquina”
La distancia que nos separaba, puede parecer mucha, pero nuestra alegría fue enorme. Navegábamos muy por fuera de las rutas de los transatlánticos, y pocas esperanzas cabían de tener cercano un barco con médico a bordo.
—A poco que ande, seguro que desarrolla más velocidad que nosotros. De cualquier manera, yendo al encuentro, la distancia se reduce a la mitad — comentó optimista el capitán.
La incógnita no tardó en quedar despejada: al cabo de pocos minutos, el Trudovaj Slava nos informaba de que se trataba de un buque factoría que, además de equipo médico, contaba con enfermería. Desplazaba 14.400 T, y acudía en nuestra ayuda a toda máquina (14 nudos). Al tiempo, preguntaba cuál era nuestra posición, y qué dimensiones tenía el Liana (tonelaje, eslora y manga).
—En unas catorce o quince horas, nos avistaremos —comentó el capitán, tras hacer el cálculo de cabeza, sumando las velocidades (24 nudos).
Durante aquellas horas, que al final fueron catorce, el intercambio de preguntas y respuestas acerca del enfermo y otras concernientes a la navegación fue prácticamente continuo, de hecho, tanto mi colega como yo, permanecimos prácticamente todo el tiempo al pie de la radio, aprovechando las pausas, a veces largas, para dar una cabezada con los auriculares colgando del cuello.
Sobre las nueve de la mañana, hora de a bordo del día 14, la pantalla del radar que llevaba días sin reflejar un solo eco, comenzó a mostrar uno a 35 millas, justo por la proa. El “blanco”, todavía se encontraba bajo la línea del horizonte pero no cabía duda de que se trataba del Trudovaj Slava.
“EFBH DE UGNI NW PSE UP 2272 KHZ OK?, transmitió en ese momento mi colega. Para mi sorpresa, me pedía que pasáramos a comunicar en una de las frecuencias de radiotelefonía en onda media, propuesta que, horas atrás, cuando la distancia ya permitía la comunicación por voz (unas 250 millas), le había sugerido con el fin de facilitar la comunicación con el doctor. El porqué entonces lo rehuyó, siendo lo más práctico, no llegué a entenderlo.
—Tal vez optaron por “escribir” ante las posibles dificultades de dialogar en inglés en términos médicos, incluidos los dichosos nombres de las medicinas —aventuró don José, cuando le informé de que el capitán del Trudovaj solicitaba hablar con él para ponerse de acuerdo en la maniobra a realizar para el transbordo del doctor.
En fin, fuera lo que fuese, pasamos a comunicar por voz, y tras saludarnos cordialmente, cedimos el micrófono a los capitanes.
Una hora más tarde, la distancia entre uno y otro barco, ambos con la máquinas paradas, sería de unos 200 m. Para entonces, en el Trudovaj, ya habían arriado uno de los botes salvavidas, mientras que, por nuestra parte, con el barco cruzado a la mar, estábamos preparados para recibirlo por el costado de sotavento, donde colgaba la escala de gato. “Riga” se leía en la popa, bajo el nombre del barco.
El cielo estaba encapotado con nubes bajas que, de cuando en cuando, soltaban alguna lluvia leve, el viento, de componente NE, llegaba flojito aunque muy frio, y la mar, si bien apenas estaba alterada, sií era lo suficiente como para zarandear a la pequeña embarcación. Subir por la inestable y resbaladiza escala, no iba a resultar nada fácil a los que venían en nuestra ayuda.
“’Todos a bordo sin novedad’, comuniqué al Trudovaj, ignorante de la sorpresa que mis compañeros se estaban llevando en cubierta”.
Minutos más tarde, el bote, con ocho tripulantes a bordo, se abarloaba a nuestro costado, y, con pericia no exenta de peligro, uno a uno fueron trepando hasta alcanzar las manos tendidas que les esperaban. La escena, la contemplaba emocionado desde lo alto asomado al portillo de la radio y no era para menos: tras seis meses de campaña al Sur de Las Malvinas, el Trudovaj, regresaba a su base en Lituania, y su tripulación no había dudado en venir a socorrernos por más retraso que supusiera el volver a estar con los suyos.
–“Todos a bordo sin novedad”, comuniqué al Trudovaj, ignorante de la sorpresa que mis compañeros se estaban llevando en la cubierta, al descubrir que dos de los componentes del grupo eran mujeres, condición que no supe hasta que una de ellas apareció en la radio acompañada por el tercer oficial (en inglés, el idioma en que nos entendíamos, “doctor” no tiene femenino, y en aquellos años, a ninguno de nosotros se nos pasó por la cabeza la posibilidad de que se tratara de una mujer).
—“¡Buenas noticias, no hay fractura de cráneo!, pero la doctora tiene que hablar con su capitán –me aclaró escueto mi compañero, haciendo como que no veía mi cara de asombro.
—Sí, claro— conseguí balbucir.
Tras el reconocimiento que la doctora había practicado a José Ángel, asistida por la enfermera que le acompañaba, el diagnóstico había sido concluyente; lo que sufría, era una fuerte conmoción cerebral que remitía y que no parecía haberle dañado el cerebro, aunque eso no se sabría con certeza hasta su hospitalización.
—Hemos traído una camilla apropiada y podríamos transbordarle, pero todo el movimiento que eso conlleva, podría resultar perjudicial. Mi consejo es que permanezca con ustedes, siguiendo las pautas que les indicaré, independientemente de que sigamos en contacto por radio mientras no lleguen a su destino -fue lo que vino a exponer a nuestro capitán y lo que ahora quería trasladar al suyo.
“’De parte de su colega’, dijo ella con un abrazo. Todavía conservo la figurita”
Cuando la doctora, una agradable mujer que andaría por los cuarenta, dio por finalizada la conversación con su capitán, se dirigió a mí mostrándome la pequeña talla de madera que acababa de sacar de un bolsillo de los gruesos pantalones.
—De parte de su colega, junto con este abrazo”, dijo, mientras me estrechaba. La figura es la de la foto, y todavía la conservo.
A sus compañeros, salvo al “comisario político”, un tipo de esos que parecen “operados de la risa”, y que dan la mano floja, no los llegué a conocer. La enfermera cuidaba de José Ángel, mientras que los demás: patrón del bote, mecánico, tres marineros y el comisario, daban cuenta de las viandas y buen rioja con el que de alguna manera queríamos mostrarles nuestro agradecimiento. Por cierto, no conocían las aceitunas, y les encantaron tanto o más que el jamón; y no digamos el rioja.
Según me contaron, cuando el comisario se ausentó de la mesa (no le quedó otra) invitado por el capitán a visitar el puente, sus compañeros, que en todo momento se habían mostrado reservados, parecieron relajarse, y al poco, aun cuando el idioma era una barrera, se sintieron como en su casa, incluida la enfermera que se acercó al comedor en un par de ocasiones. Don José era perro viejo y sabía lo que se hacía.
No mucho después, la escena en la cubierta se repetía sólo que a la inversa y con más aprietos. (El descenso por una escala de gato, suele ser más peligroso que la subida).
Nunca me he vuelto a estremecer tanto con el sonido de una sirena, como aquella tarde, cuando la del Liana, en la despedida, rompió el silencio del océano, y fue contestada por la del Trudovaj Slava.
Finalmente, no puedo dar por terminado este relato sin hacer referencia a la llamada que aquella misma mañana, recibí del transatlántico italiano Raffaello, en ruta de Nueva York a Livorno. Habían recibido nuestro mensaje de urgencia pero que, dada la gran distancia que entonces nos separaba, y a la vista de que el Trudovaj venía en nuestro auxilio, no dieron acuse de recibo. Ahora, se encontraban a unas 450 millas al norte de nuestra posición, y preguntaban si precisábamos más ayuda.
Una semana más tarde, amarrábamos en el muelle de Avilés donde nos esperaba una ambulancia. Un mes estuvo hospitalizado José Ángel. Afortunadamente, no le quedaron secuelas.
FIN