Como llama agitada por el viento, las leyes que nos gobiernan extraen la claridad faltante, y cada vez más, de las autoalumbradas reglas de otros que, teóricamente, no están ahí para eso, de forma que el sistema legal que nos rige va siendo ya, y cada vez más, una provincia de las disposiciones que viejos y nuevos vehículos de poder en movimiento necesitan para no necesitarnos a nosotros, salvo como empedrado, en la ordenación y crecimiento de sus reinos. Cada minuto aceptamos determinados productos y servicios y, con ellos, conjuntos de normas, auténticas leyes —¿cómo llamarlas si no?— puesto que regulan un suministro “irrenunciable” que será castigado de un modo u otro si nos negamos a seguirlas; “leyes” que no hemos visto discutidas, votadas ni aprobadas en ningún órgano verdaderamente legislativo. Compañías eléctricas, corporaciones farmacéuticas, telecos, grandes comercios, gigantes de internet, bancos, etc, imponen solapadamente sus conveniencias haciéndolas pasar por consecuencia natural de las “nuevas tecnologías”, premiadas si hace falta con el rango de Ley en Consejos de Ministros, los mismos ministros que se jubilarán formando parte de aquellos y aquellas. En la cúspide de todo eso, una entidad que en algún momento —o en todo momento— soporta la deuda fundamental de todas y cada una de las demás, tiene, por tanto, no sólo poder negociador sino ejecutivo sobre todas ellas: los bancos.
En España, la Banca y el Gobierno –una de esas «entidades»– son ya prolongaciones mutuas; ninguno trabaja sin el otro, cada uno proporciona al otro la pauta que necesita. En un lapso históricamente breve, hemos pasado de súbditos a ciudadanos, y de ciudadanos a clientes, clientes voluntarios sólo en la medida necesaria para mantener la ilusión, con obligaciones que nunca antes había tenido un cliente, contraídas no se sabe exactamente cuándo ni dónde, susurradas en la sombra por los dueños de la energía, el dinero, la comunicación global pública y privada —si es que esto último existe todavía—. Pasadas por alto por los legisladores verdaderamente elegidos por nosotros para, con su talento y su sueldo, convertir los vacíos legales en leyes protectoras de quienes les pagamos lo segundo sin exigir constancia alguna de lo primero. Convertidas en preceptos, gravámenes y ataduras que ni responden al interés ni han sido expuestas a la consideración del usuario, nuevo súbdito “voluntario” conducido a nuevos territorios de los que sentirse expulsado; cargado, además, con tareas e intendencias que antes significaban empleo y sueldo para otros. Reeducado, en una palabra, para asumir todo eso y que ahora quien le atiende —si le atiende— es quien “siempre tiene razón”.
La desaparición del trato presencial, sustituido por el tráfico “on line”, estrecha el círculo. Miles de empleados que trabajaban en las oficinas bancarias por cuenta ajena han sido, mediante acuerdos entre la Banca y el Gobierno, despedidos o prejubilados, de modo que —no es culpa suya— siguieran cobrando, pero no ya con cargo al banco, sino directamente a nuestros bolsillos, al Erario Público. Mientras, nosotros éramos conducidos a hacer por cuenta propia parte del trabajo vacante, bajo las premisas de la telematización, por supuesto, o en cajeros automáticos, o llamando a teléfonos que nadie coge. Un trabajo por el que, obviamente, no cobramos, y con el que les ahorramos a los banqueros miles de sueldos que ahora pagamos directamente todos nosotros, azuzados, además de por la parte interesada, por opinantes profesionales y amateurs de todos los colores, según los cuales, si nos negamos a seguirles el juego a los gananciosos banqueros, sólo hay tres explicaciones posibles: a) somos ancianos, b) somos paletos, c) las dos cosas.
Si no nos sobra el dinero, quizá hayamos sentido ya hasta qué punto el banco es ahora co-propietario del que les dejamos allí, cuando ciertas incidencias —aunque no tengan su origen en nosotros— invocan una súbita y desarmante cortina de legalismos que nos deja sin ninguna posibilidad de acceso a lo que considerábamos nuestro, por más que lo necesitemos, reduciéndonos por tiempo indeterminable a la condición de rehenes sujetos a plazos y decisiones reservadas a lejanos e invisibles nudos de autoridad mientras, al otro lado del cristal, “nuestro” dinero sigue estando igual de disponible y negociable… para el banco.
Capítulo aparte merecería —pero no aquí— el análisis de las mil añagazas, empezando por la desaparición programada e inexorable de oficinas (30.000 menos desde 2008) y sucursales, siguiendo por los pocos cajeros automáticos (han desaparecido 20.000) que subsisten, constantemente averiados, frecuentemente sin dinero, con raras y cambiantes configuraciones de pantalla..; mil añagazas para que los usuarios se equivoquen, se pierdan, se cansen, se desesperen y se encaminen dócilmente a alistarse en alguno de esos cursillos gratuitos de capacitación digital que organizan los propios bancos para que todo el mundo termine exactamente donde ellos quieren: en la banca “on line”, por supuesto, donde somos más rentables y menos molestos, aislados del tratamiento y la atención que siempre formaron parte del guión y que ya no representan para ellos sino un triste y residual incordio. Con una gruesa nota a pie de página sobre las comisiones que le cobran al paciente y sufrido cliente cada vez que mueven un dedo para “servirle”.
Depositar dinero en el banco, o no, era una elección personal excluida ya de nuestro libre albedrío. Disponer físicamente de cierta cantidad para cualquier transacción que escape a los ojos del banco, y los del Gobierno, está gravado, castigado o directamente prohibido. Ya hace tiempo que el Gobierno —todos sus órganos y extensiones– ni paga ni cobra directamente, sino a través de la Banca, que así se lleva su “mordida” al tiempo que garantiza nuestra transparencia para el Estado Que Todo Lo Ve.
Hay, por supuesto, un buen pretexto para todo eso: perseguir el “fraude fiscal” y el “lavado de dinero”. Monitorizado y transparente, el ciudadano medio que recibe una “carta negra” de la Agencia Tributaria intuye ante sí una lenta y larga controversia y, deba o no deba, pagará antes que gastar en abogados más de lo que ganaría si se le diera finalmente la razón. Por su parte, la Agencia, con razón o sin ella, se empleará a fondo contra el arrinconado declarante, sin cortapisas de tiempo y respaldada por el dinero de todos los contribuyentes, incluido él mismo. Ella puede elegir a cualquiera como objetivo —pudiendo elegir también el motivo— a sabiendas de que raramente saldrá de ahí con las manos vacías.
Y el pretexto sería de veras bueno si no estuviéramos —todos, Administración y administrados— hartos de saber que ésa es la misma Agencia Tributaria que no se atreve con los que no están solos, los que tienen eficaces y resabiados equipos de abogados que pueden regatear, fintar, disparar a puerta y terminar sacándole un dinero a ella misma, dinero que, en realidad, nos sacarán a nosotros —el Erario Público, otra vez—. La misma que es un paso a nivel sin barreras para grandes multinacionales, grandes tecnológicas, grandes mafias, grandes monopolios encubiertos y otros «grandes», cuyo fraude fiscal conjunto oscila anualmente, como es sabido, entre los 50.000 y los 70.000 millones de euros.
Quizá nos acordemos todavía de que, asumiendo, en nombre de todos nosotros, pérdidas que de ningún modo eran nuestras, un Gobierno, en 2012, pagó la desaparición —“absorción”— de los muchos pequeños («cajas») por los pocos grandes bancos, que ya, en vez de competir entre ellos, podían acordar qué hacer con nosotros actuando en bloque como virtual monopolio. La operación costó la recordable cifra de 58.876 millones de euros –de los que se recuperaron menos de 10.000 millones– sufragados por todos nosotros.
Pero intentad hablar con un responsable, tratad de saber por qué tanto retraso en esa verificación, tantos vericuetos en la tardía resolución de esa anomalía que no fue culpa vuestra; por qué un error del banco puede suponer una merma inmediata en vuestra cuenta mientras la correspondiente rectificación o reposición se prolonga en firmas y firmas; por qué la consulta, la gestión que antes era un alto de cinco minutos yendo al trabajo ahora arrastra un protocolo de “citas previas”, comparecencias, formulismos y credenciales como para una petición de mano. Ponedle etcéteras. Os encontraréis siempre con las normas… del banco, no contradichas por las leyes que nos gobiernan a todos y, por tanto, fuera de vuestro alcance legal.
Tampoco nos detendremos aquí, pero también merecería capítulo aparte un análisis de la deuda que el Gobierno tiene contraída en nombre de todos nosotros —1.602.661,74 millones de euros en Febrero de 2024– y el porcentaje de la misma que le debe directamente… a los bancos.
Dejemos también para otro momento la profunda cuestión ética o moral que nació ya con la creación de la Banca. Como en siglos pasados, hay preguntas nuevas y respuestas esperando la pregunta adecuada. Así como los monstruos de nuestros sueños extraen su poder de nosotros mismos, los bancos, también. Y hoy, siguen existiendo gracias a nuestro dinero; el Gobierno “sólo” nos obliga a tenerlo allí.
¿Puede sorprendernos, pues, como rasgo peculiar de los bancos españoles, saber que son, en Europa, los que pagan menos intereses a sus “clientes” por el dinero que reciben de ellos, siendo también los que más les cobran, en la misma Europa, por el dinero prestado? ¿Que son, además, los que pagan menos impuestos a su Gobierno… en Europa? ¿Podemos sorprendernos de que en las últimas semanas todos los bancos de este país hayan ido presentando, uno por uno, las mayores ganancias de la Historia, sobrepujando a las anteriores en miles de millones de euros? ¿De que los banqueros españoles sean, encima, los mejor pagados —sí, de Europa— con sueldos establecidos y revisados, al alza, por ellos mismos?
En un lapso psicológicamente estudiable, se nos han arrebatado derechos que hace un tiempo, en cualquier parte, nos habrían parecido inalienables. Como ha escrito James Williams, “cuando todo el mundo se transforma al unísono, nadie se transforma”, o sea, nadie lo ve. Aquí mismo, es consustancial ver y oír a nuestros Ejecutivo y Legislativo —suponiendo que en España sean cosas distintas— bajo la cómoda y exculpatoria advocación, avalada por la tradición anterior, de “el Estado”, una base común para ver y oír que lo que tenemos —“lo que hay”— es, básicamente, lo que todos se encuentran hecho y lo que, fatalmente, legarán al siguiente más o menos como estaba.
Con mucho más que la permisión de nuestros gobernantes, la antigua Banca parece haber alcanzado en este país sus últimos objetivos “naturales” dentro del sistema que ella misma había contribuido a definir. Como todo fin de ciclo, irreversible o no, es el principio de otro, ahora con la más que adivinable vocación futurista —en la que tampoco está sola— de que todo termine, sin prisa, siendo un puro Sistema Bancario que será beatíficamente bautizado de otra manera, por supuesto. Una estructura que se anuncia ya en el cada vez más explícito desideratum de la desaparición física del dinero, un escenario engañosamente idílico que nos llevaría, o nos llevará a…
A partir de lo conocido, lo conjeturable quizá abra un ancho campo a la imaginación, o tal vez no deje mucho espacio para ella. Empezando por lo obvio, la institución bancaria no es, naturalmente, aislable por países y acompasará su actuación en todos para fijar y asegurar el poder de la inevitable minoría parasitaria que habita en la cúspide de todo eso. Desaparecida hasta la palabra, el dinero podría ir siendo sustituido por una especie de —llamémosles— “créditos”, que no necesitarían ya el respaldo de una sustancia material y que terminarían —si no empezaban por ahí— en posesión de los bancos y de los gobernantes —¿“el Estado”?— de manera indistinta. ¿Quién detentaría, sino ellos, la potestad de reconocernos el derecho a disponer, o no, de cierta cantidad de la nueva unidad “monetaria”, de dispensarla —telemáticamente, por supuesto— en función de nuestro medio de vida, más nuestro transparente y puntualmente evaluado —¿por quién?— comportamiento en otros órdenes de la existencia?
El primer paso para eso ya está dado, estamos viviendo en él: si un desastre informático a gran escala borrase toda memoria digital de nuestro depósito bancario y no dispusiéramos de alguna irrefutable constancia FÍSICA de ello, ¿qué probabilidades tendríamos de demostrar que nuestro dinero estaba “allí”? El banco, en cambio, no tiene que demostrar nada.
Pero volvamos a la conjetura: los bancos terminarían gestionando y administrando “eso” que ya no es papel ni moneda, como algo emanado de ellos, con un Banco Central haciendo de respaldante legal de esa actividad, todo lo arbitraria que los detentadores necesiten y acuerden para asegurarse de que cada metro ocupado es terreno llano.
¿No hemos leído cosas así en los clásicos de la ciencia-ficción? Ellos, todos ellos, también —o sus guionistas— y, después de todo, no les ha ido nada mal teniéndola, chispeante, como parte del empedrado sobre el que discurren, cada vez más suavemente, las ruedas de su futuro.
(D. Muñoz)