(Primer informe: Un sujeto y muchos verbos)
Informe A-01
Destino: Gran Senado Federación Intergaláctica CYG3.
Enviado desde: cuadrante espaciotemporal **** subárea ****
Por: Desplazado clase C—IA Unidad 1304
Finalidad: informativa previa a decidir si sus habitantes son comestibles o clasificables como criaturas inteligentes.
Lo distintivo de este informe, para empezar, no es que aquí dispongan de un lenguaje articulado, o sea, del principio básico de cooperación cuya ausencia me ahorraría seguir con esto, sino que lo emplean para otra cosa. Lo emplean para disputar y, en un salto de fase no auditado antes, para asegurar el mantenimiento de la disputa. En constante sobreuso (la escritura apenas la usan y, en general, para eso mismo) el aparato fonador es el más preciado para ellos, seguido muy de cerca….. Pero nada les apasiona tanto como el pasado. Hablando a su manera, puede decirse que si no existiera el pasado, habría que inventarlo. Y es lo que hacen todo el tiempo, lo que pasa es que no inventan todos el mismo, como hacen en otras áreas pobladas del planeta, con resultados espléndidos. Resultantemente, aquí nunca están preparados para cooperar por un futuro mejor, pero siempre están listos para disputar por un pasado mejor.
Es de notar, entonces, que el órgano del oído, incluso deteriorado por un largo uso, conserva indemne lo que parece una peculiaridad evolutiva: en una confluencia ordinaria de individuos, aun emitiendo varios de ellos (generalmente, todos) a la vez variadas y discordes vocalizaciones, cada cual puede no sólo extraer selectivamente de ese continuum indiferenciado todo núcleo portador de sentido (de un cierto sentido) sino discriminar sus procedencias respectivas, distribuyendo entre todos los incompatibles con el suyo propio rápidas y certeras réplicas individualizadas.
El mecanismo que garantiza el mantenimiento de la disputa no es de lo menos simple: fingen no comprender el significado de las palabras empleadas por el otro, y, en una tercera fase, ambos emplean lo aprendido durante la primera para no ponerse de acuerdo en la definición de las palabras con las que definir las palabras que llevarían al entendimiento. Ese proceso puede durar todo el tiempo que falte para la hora de comer.
Las telecomunicaciones de bolsillo son para ellos la prueba de que existe algo que no se ve: la ciencia, que ahora les permite multiplicar e intensificar aceleradamente el intercambio no de ideas sino de siempre la misma idea, ya que se cuidan de hablar lo menos posible con gente que tenga otras.
La noticia de que alguien ha encontrado un tema para debate (ejemplo: “discutir sobre este archivo”, donde se muestra un sitio azotado por la tormenta) agita sus ondas cerebrales, y pocos niegan su opinión, que siempre está completa e irrevisable en el momento mismo de enunciarse algo de lo que no se había oído hablar hasta ese momento, y que es compacta en todos sus matices incluso antes de que termine el enunciado y de que ninguna palabra oída o pensada pueda entrarla en vacilación.
Tienen profesionales muy bien pagados (gobernando, por supuesto) encargados de mantener la disputa en lo más alto, de forma que todo pagador pueda elegir el grupo con el que quiere ser identificado (no todos gobiernan al mismo tiempo) y elevar fonemas a su favor en cualquier momento y lugar. Siempre les parecen pocos los bienpagados y la manera de mantener y aumentar su número consiste en A) multiplicar la cadena de trámites entre las decisiones y quienes deben ejecutarlas y B) no establecer nunca con claridad quiénes deben ejecutarlas. Cursa así un proceso sin fin de creación y cambio de autoridades de decisión, que pueden adoptar esa misma, o revocarla, o aumentarla, o disminuirla… o discutirla. Los periodistas repiten con arrobo las palabras de todos ellos, contribuyendo a enardecer a los contendientes. Si todo falla, se nombra una nueva autoridad encargada de averiguar cuál era la decisión.
Pocos dudan en alistarse en partidos, partidas, reuniones y grupos de todo tipo, siempre que haya enfrente otro sosteniendo lo contrario, y con ahínco. Entonces, se llaman al “diálogo” y todos se aprestan a enseñarle al otro el auténtico significado de la palabra. Ningún tema se agota pero todos terminan aburriendo, lo que haría vacante de pensamientos nuevos. Entonces se recurre al sitio donde todos encuentran lo que necesitan: el pasado. Y todo vuelve a normal.
Se saca un asunto de improviso. Rápidamente se enzarzan todos los que tienen algo para decir, y los que no, también. Una hora después, más y más pocos recuerdan cuál era el asunto, ya que ha acudido más gente con otros que han indemostrado la urgencia del primero. Si alguien expone una solución acertada, inaplazada y fácil es rápidamente excluido entre recriminaciones, infamiado incluso, si demora su salida. Siempre se esperan, por contra, palabras contribuyentes a que un indiscutible punto de discusión sea elevado al nivel requerido para que cuando hayan muerto los enzarzados puedan continuar la disputa sus descendientes. Como los disputantes siempre son descendientes de alguien, apenas quedan ya palabras que no contengan una ofensa.
El espacio restante para la “libertad de expresión” no es vacío sin embargo, sino sorprendentemente llenable si se tiene en cuenta la cantidad y variedad de fonemas y lexemas (muy especializados a veces) que se emplean en él sin ambages y sin que resulten de ello, generalmente, enfrentamientos heredables. Son en realidad dos géneros, y en ambos se hacen detalladas y despreocupadas incursiones por el pasado y el futuro, con aventurados juicios y previsiones. Uno de ellos implica al aparato digestivo, que sigue muy de cerca en aprecio al fonador y, como éste, se ve también estimulado a todas horas (gente cocinando, gente ingiriendo lo cocinado, gente hablando sobre lo ingerido) desde todas las teleemisiones. El otro, también presentísimo en ellas, trata de las cambiantes condiciones climáticas de cada momento. Esas dos conceptualizaciones privilegiadas quedan comprendidas (y así las conocen todos) en los campos semánticos “culinaria” y “el tiempo”.
No puedo seguir con esto sin contar lo otro: empiezo a sospechar que un error del transductor anamórfico me ha traído otra vez a una demarcación ya visitada que él mismo me hizo abandonar bajo la consideración matemática de que representaba un vector inercial ajeno a nuestra programación. No sé si el fallo fue entonces o ahora, pero juzgo necesario consignar en este informe una corta memoria de aquella breve estancia en el sitio, en la que, tras un período de intensa observación y estudio de su lenguaje, una circunstancia casual me llevó a verme involucrado en el tema más de lo que fuera necesario.
Un fallo repentino (todos lo son) de invisibilidad a las puertas de un sitio muy concurrido me obligó a usar mi recién puesta a punto y todavía no muy ejercitada función de mimetismo de proximidad, y lo más próximo era un individuo que se disponía a bajarse de un automóvil, a un metro de mí. Abrí la portezuela, adopté su apariencia en un instante, incluida toda su cubierta textil, y lo dejé, inconsciente e invisible dentro de su coche. Se notaba que había gente esperándolo, así que, apartando con inverecundia lo que tenían encima, cogí los dos manojos de papeles que traía con él y asimilé al tacto toda la información del primero mientras me dirigía hacia ellos.
Pero antes, información faltante: promovido por una parte de sus gobernantes, hay un proceso a gran escala para reajustar el idioma, haciendo más precisa la correspondencia entre cada palabra y lo que representa —significante y significado—. La mayor parte del esfuerzo se concentra en la diferencia entre masculino —ellos— y femenino —ellas—. La palabra “niños”, por ejemplo, engloba a “ellos” y “ellas”, lo cual no puede ser, según las nuevas directrices. Las medidas adoptadas son sencillas y razonables; ateniéndose a ellas, las palabras terminadas en “—o” son masculinas, y las en “—a”, femeninas. Y donde un colectivo venga tradicionalmente identificado como “-os” como si no contuviera también “-as”, debe aplicarse una nueva terminación adoptada al efecto, que incluye ambos casos: “—es”. Por ejemplo: “niñes”.
El sitio que tenía enfrente era un Instituto de Enseñanza Secundaria y él era el profesor de Lengua y Literatura, miembro muy actuante, además, del Grupo local impulsor del cambio lingüístico. Me dirigí al aula rodeado de entusiastas y comencé mis explicaciones con un ejemplo sacado de la prensa local, que figuraba entre el mazo de papeles (Lengua) de mi…. representado. La noticia daba cuenta del rescate de una barca con un elevado número de personas a bordo. Un alumno levantó una mano para pedir hablar y lo hizo con leve acento extranjero, pero con corrección y eligiendo las palabras, lo que me henchió de buenas perspectivas.
—Llevadas las cosas a su extrremo —dijo— podríamos caernos en lo mismo que se trrata de combatir. En un caso como éste debemos preguntarnos: ¿es que no había un solo persono a bordo?
Muchas parejas de ojos –sobre todo, de ellas— se levantaron de la pantalla de mano que miraban disimuladamente una fracción de segundo antes de incorporarse, una parte, al trueno que le daba la razón, y la otra, levantando el resto de sus cuerpos de los asientos, al que se la quitaba. Eran tantas las explicaciones, en tan distintos tonos, con tan variadas actitudes, tan al mismo tiempo, atravesando el aula sin faltar ningún extremo, que no pude dejar de notar cómo cada uno —y una— era capaz (sin que mis más precisos órganos de percepción dieran más lectura que «ruido inarticulado») de reconocer todas las partes de la oración, con género y número, individualizando incluso escalas de timbre y frecuencia que les permitían identificar instantánemamente al emisor –o emisora–.
Intenté hacer intervenir mi autoridad de profesor adoptando una actitud de tan digna firmeza que desaté una prolongada y general carcajada. Un minuto después, la risa los había dejado sin un argumento común, de modo que, intentando reponerlo, todos o todes preguntaban al mismo tiempo, las mismas cosas, cosas distintas, o cosas sólo por ser cosas. Una alumna disertó un momento, mirándome fijamente, sobre el problema de los impulsores del problema lingüístico que tan variadas y discordes vocalizaciones acababa de proporcionar.
—Problema —dijo— que se lo aplican sólo a su propia especie, pues cuando hablan de otras, “perros”, “gatos” o “pollos”, no ven la necesidad de diferenciar masculino y femenino.
Otra alumna, mirándola a ella de reojo, se puso de pie sobre una mesa. Todos la miraron de todas las maneras.
—¿Por qué no podemos decir los niñes?
—¡¿Cómo “los”?! ¡”las””! —dijo otra.
—¡¡¿Cómo “las”?!! “¡¡les”!! –dijo otro–. ¡¡¡Les niñes!!!.
A continuación, y sin que mi velocidad previsoria llegara sino después, me vi en medio de un movimiento confundido y tumultuario en el que algunos pares de alumnos y alumnas habían saltado inmediatamente al modo pugilato, mientras otros trataban de separarlos, y otros, de juntarlos, todos con escasílabos imperativos verbales.
Miré a través del cristal de la puerta: por el pasillo vacío, como flotando en el aire y en trayectoria irregular, venía hacia ella un objeto totalmente circular. Ahora sí podía identificarlo, incluyendo su contenido, y ponerle nombre: una fiambrera. Había visto su marca con esas mismas dimensiones sobre el manojo de papeles asimilados al tacto, entre los que asimilé también uno con el encabezamiento “comidas para llevar”. El profesor, todavía no repuesto del todo, debía haber recuperado algo de consciencia, pero no la visibilidad, y avanzaba tambaleándose hacia nosotros con su almuerzo en la mano. Me volví un momento hacia el alumnado, una parte del cual, en medio de aquella amontonada tormenta de ideas, se había vuelto hacia mí en busca de autoridad, supongo. La fiambrera (el profesor) estaba ya a un metro de la puerta. Salí como relámpago y se detuvo en seco delante de mí; le devolví la visibilidad y le puse en la otra mano el segundo manojo de papeles (Literatura. «El doppelgänger»). Entré como otro relámpago, golpeé la puerta para atraer la atención del alumnado y dije, antes de salir otra vez y desaparecer:
–¡Vuelvo en un instante!
FINIS
(Mundo Dantés)