Hoy viernes me he visto como quien siente la mirada intensa y ansiosa, el gañir rebullente de docenas, o de cientos, de animales que esperan ser el elegido, ser salvados —quizá más de uno— de Dios sabe qué destino. Era el último día de una librería-papelería que cierra: los libros más recientes, a mitad de precio; los viejos, a cincuenta céntimos —cuántas cosas inencontrables ya, entre ellos— todos, dignos de ser rescatados con un criterio o con otro; todos mordiendo la conciencia de quien, solo en el local, los repasa uno por uno para terminar fatalmente dejándolos en el mismo estante, salvo los pocos que, escogidos con sentimiento agridulce, puede llevar consigo.
Es la cuarta, sin salir de mi barrio; las otras tres, con el definitivo persianazo anunciado para finales de este mes de Julio. Todas, con todas las existencias, incluido el mobiliario, en disposición de “lléveselo, no discutiremos por el precio”.
El invento de Guthenberg, cualquier invento, no ha sido nada —dejó escrito alguien— comparado con el de la escritura. Ella —los libros han sido, durante siglos, su punto culminante— hizo de nosotros lo que hemos llegado a ser, para bien y para mal. ¿Por qué ese viento apresurado que los barre de nuestra vista, de nuestra vida? Es un misterio perfectamente investigable por qué el medio digital, tan indiscutiblemente eficaz a efectos informativos —y desinformativos— no tiene el mismo calado –calado desconocido y, por tanto, no añorado por las últimas mayorías llegadas al escenario del mundo— que tuvieron los libros, en papel, para nosotros, para nuestros —y “sus”— antepasados.
Es fácil oír –y hasta decir– que una buena parte de nuestros conciudadanos más jóvenes no lee porque, sencillamente,…. no sabe leer. La parte argumentable de esa metáfora quizá sea que, seguramente, no aprendieron a leer como «nosotros», aunque ahora se tenga la sensación de que, dada la intensa y prolongada atención general a las pantallas, todo el mundo es «lector», mientras parece igual de natural que casi nadie sea ya «escribidor» de bolígrafo y papel.
Pidiendo perdón a la Antropología o a quien sea, tal argumento –¿por qué no desarrollarlo?– quizá tenga, más o menos, estas bases: inadvertidamente, se ha ido perdiendo algo que, adquirido también de forma inadvertida, significaba una diferencia infinitesimal, sutil, pero brutal. Diferencia cristalizada en algún momento del aprendizaje sin que ni por aproximación nos diéramos cuenta; diferencia entre las dos fases de aquella habilitación. La diferencia entre “descifrar” la representatividad de los signos y “leer” un texto que es «algo» más que lo que todos ellos representan. Lo primero es obligado; lo segundo, no. Y es, probablemente, la diferencia entre dos fases de nuestra vida mental y, quizá, entre dos eras de la sociedad «civilizada».
Sea lo que sea, tarde o temprano habrá que volver en busca de lo perdido. (D.M.)
