La gigantesca y aún inexplicada explosión que arrasó 2.000 km2 en la remota región de Tunguska, en Siberia, en 1908, es uno de los misterios que nos ha legado el siglo XX, sin que, ya entrados en el XXI, haya decaído su interés inicial, que sigue creciendo y atrayendo investigaciones a aquella lejana e inhóspita zona. El asunto sigue pendiente de una explicación que satisfaga por completo a la comunidad científica.
El 30 de Junio de 1908, sobre las 7 de la mañana, en una remota región de Siberia, Tunguska, se produjo algo así como una enorme explosión. Tunguska era, y es, una porción del planeta prácticamente deshabitada. La estación de tren más próxima está a 600 kilómetros, y la población más cercana, Vanavara, a 65; desde allí, se divisó un brillo deslumbrante y las ventanas estallaron. En las regiones circundantes, llovió barro. Aquello produjo un temblor de tierra que fue registrado por la estación sismográfica de Jena, a más de 5.000 kilómetros de distancia. Durante las 72 horas siguientes, hubo en toda Europa puestas de sol en vivos colores y noches de gran claridad: en la ciudad escocesa de Saint Andrews se podía jugar al golf a las dos y media de la madrugada con el resplandor que venía del cielo.
La potencia de la explosión –si es que fue una sola– equivalía a unas 200 bombas atómicas como la de Hiroshima. El observatorio de Irkutsk, a 970 kms de distancia, percibió alteraciones en el campo magnético de la Tierra similares a las que hoy sabemos que produce la explosión de un arma nuclear –todavía inexistente en 1908–. Se ha calculado, mucho después, que el objeto de Tunguska debía tener una masa de unas 100.000 toneladas.
Tras un intento fallido en 1921, la primera expedición científica, encabezada por el mineralogista Leonid Kulik, no llegó a Tunguska hasta 1927, 19 años después de la explosión. Lo que encontraron fue una superficie de más de 2.000 km2 absolutamente devastada y cubierta por unos 60 millones de árboles tendidos radialmente en el suelo, sin ramas, sin corteza, muchos de ellos, carbonizados; todos, arrasados por una fuerza inconcebible. Los árboles indicaban el lugar exacto de la explosión, pero no se encontró el cráter producido por la misma, ni restos de lo que había estallado, fuera lo que fuese.
Desde entonces, la Ciencia no ha cejado en el intento de elaborar una reconstrucción de los hechos que sea consistente en todos sus puntos, apoyada en pruebas y no sólo en hipótesis.
En 1941, el estadounidense Lincoln La Paz dijo que podía tratarse del impacto de un fragmento de antimateria procedente del Universo. En 1965, Willard Lobby, Clyde Cowan y C.R. Alturi recuperaron y defendieron esa hipótesis.
El físico australiano Robert Foot propuso el impacto de una “materia espejo” procedente del espacio, una materia hipotética cargada con partículas elementales diametralmente opuestas y no sólo distintas como la antimateria, con propiedades físicas distintas a la materia corriente.
En 1973, los físicos A.A. Jackson IV y Michael P. Ryan, sostuvieron que pudo tratarse de un diminuto agujero negro que atravesó la Tierra y volvió a salir por el Atlántico Norte.
Una de las hipótesis más curiosas sostuvo que el inventor y hombre de ciencia Nikolai Tesla estaba haciendo un experimento de teletransportación de energía y algo le salió mal.
En 1999, el astrofísico alemán Wolfgang Kundt lanzó otra hipótesis: que la explosión de Tunguska fue producida por diez millones de toneladas de metano que salieron de una grieta en el suelo y ardieron inmediatamente, habiéndose incendiado el gas posiblemente por un rayo globular. Lo cierto es que Tunguska se encuentra en el centro del antiguo cráter de un volcán; la región tiene yacimientos de gas natural.
Y, por supuesto, está la teoría OVNI, siempre a disposición de quienes buscan respuestas rápidas.
Una incursión de la Universidad de Bolonia en 2007 al lugar, al epicentro de la explosión, dijo haber encontrado un cráter en el fondo del lago Cheko, a 8 kilómetros de ella; sostienen que pudo formarse a resultas de la misma. Incluso creen haber visto un resto de roca espacial.
Hoy, la idea más aceptada habla de una gran roca espacial que debía pesar unas 100.000 toneladas, y que, sometida a enorme fricción por la atmósfera mientras caía, se calentó, y calentó tanto el aire a su alrededor, que, antes de llegar al suelo -a unos 9.000 metros por encima de él- estalló, consumiéndose en una bola de fuego y liberando una enorme cantidad de energía, sin llegar a producir un cráter ni dejar fragmentos. (Ad)