El presente relato recoge un recuerdo de juventud del autor, recuerdo ligado a la instalación ferroviaria y embarcadero de minerales de «El Hornillo», en Águilas, cuando aún funcionaba como tal, y se publicó originariamente en Octubre de 2007 en “La Molineta Literaria”, magazine no sujeto a periodicidad que desapareció unos años después. Las recientes noticias sobre ciertos planes comerciales para ese venerable vestigio propician, nos parece, la oportunidad de publicarlo ahora en “Adelantos digital”. (*)

El día era magnifico: hacía una hora que había amanecido, y el cielo y la mar ya reventaban de azul, mientras que la relativamente cercana costa comenzaba a dibujarse con absoluta nitidez. Un par de horas más, y estaríamos en puerto, aunque no antes de haber cumplido con lo que ya se consideraba como una tradición entre los barcos españoles que, con mayor o menor frecuencia, tomaban carga en el emblemático cargadero del Hornillo. (1)
En aquella ocasión, el trueque con los pesqueros que faenaban por las proximidades de cabo Cope (en eso consistía la tradición) fue, como solía ser, satisfactorio para ambas partes; ellos, los pescadores, se aprovisionaron de buen tabaco americano y del mejor coñac jerezano, y nosotros, los «mercantones’,‘ como así nos llamaban, de pescado y marisco recién extraído.
—Pues aún te queda por ver el negocio con los gitanos— le dije a Félix, ante el asombro que mostró cuando, recién levantado, se encontró con el barco parado en medio de la mar, y dos pesqueros al costado.
Félix, era alumno (oficial en prácticas), y aquel era su primer viaje. Había embarcado en Barcelona, y aunque apenas hacia dos días que nos conocíamos, todo apuntaba a que íbamos a congeniar, pues aparte de su buen carácter, los dos éramos, con diferencia, los más jóvenes a bordo. Él tenía diecinueve, y yo no tardaría en cumplir los veintiuno. Félix, además, y desde el punto de vista del físico, era, como entonces se decía, un chico «resultón» y tal cualidad en un compañero, tenía sus ventajillas a la hora de saltar a tierra.
Luego del trueque, llegaría “el práctico”; ya saben, el marino experto que vive en tierra, y que una vez que el barco se encuentra en las proximidades del puerto, sale a recibirle para hacerse cargo de la maniobra de atraque. Hago mención al “práctico”, porque en su persona se daba una de las muchas «singularidades» que los marinos encontrábamos en Águilas, pues el hombre (no recuerdo cómo se llamaba), a la tarea de práctico, unía la de Alcalde. No sé cómo gobernaba cuando lo hacía en tierra, pero en los barcos se le daba bien.
En lo que al negocio con los gitanos se refiere (otra de las peculiaridades) solía realizarse con el barco ya atracado, y en la operación, al igual que con los pescadores, quien llevaba la voz cantante era el mayordomo, junto con el cocinero y el marmitón.
Aquéllos, los gitanos, habitaban en las cuevas y chamizos que había en la ladera del montecillo que se alza en extremo Este de la playa de Las Delicias, y al poco de que el barco quedara amarrado al muelle, aparecían por la del Hornillo con su rebaño de cabras y ovejas. Entonces, comenzaba la pintoresca y siempre difícil negociación. Imagínense a payos y gitanos rodeados de cabras y ovejas; el mayordomo, un bermeano que, lejos del estereotipo del chicarrón del norte, era como un tapón de champán con chapela, ajustando precios con el patriarca, un gitano alto y delgado como un mimbre, vestido de riguroso negro, tocado con sombrero de ala corta del mismo color, y apoyado con indolencia en un callao que era más alto que el de Bermeo, mientras que los respectivos ayudantes, los del mayordomo con el traje blanco de cocina y grandotes como buenos vikingos gallegos, y los del patriarca, ataviados con camisas de mil colores, y escurridos como espárragos, se las velan y deseaban para echarle el guante a cada animal elegido.
Bueno, espero que los lectores sepan disculpar estos prolegómenos que poco tienen que ver con el relato en si, pero me resultaba imposible empezar a desarrollarlo sin antes dar algunos detalles de lo singular y grato que era llegar al Hornillo para los que entonces andábamos a la mar.
—Dos bombones Pedro, dos auténticos bombones!, son hermanas, y su padre tiene un yate que ni el de Onassis— me explicaba Félix con entusiasmo, acabado de llegar de las gestiones que había estado realizando en el despacho de don Matías Calcerrada, consignatario del barco.
— Y, ¿cómo y dónde has conocido a ese par de joyas? -le pregunté.
— Casualidad chico, pura casualidad.Verás: acabado el papeleo, me despedí del consignatario, y, como tenia tiempo más que de sobra antes de que llegara la hora de la comida, y la garganta seca de tanto palique, decidí tomar una cerveza en la terraza de la cafetería que hay en la misma plaza donde está el despacho, pero no llegué ni a sentarme. Parado como estaba eligiendo mesa, oí que una voz femenina me preguntaba si conocía la oficina de don Matías. Giré la cabeza, y me encontré con los dos bombones. Así de casual ocurrió. El resto, ya fue cosa mía, aunque he de reconocer que lo tuve fácil…

Como bien reconocía, el «ligar» se le presentó en bandeja y no desaprovechó la oportunidad, así que, con el pretexto de que conocía de sobras al consignatario, se ofreció a acompañarlas, enterándose por el camino de que el padre de las chicas era el propietario del yate que, atracado en el muelle comercial, tanto le había llamado la atención. Lo demás vino rodado; acabado el asunto a tratar con don Matías, le invitaron a tomar el aperitivo en el yate, donde conoció a los padres, y de ahí derivó que, al día siguiente, a la vuelta del corto periplo que iban realizar por los alrededores de cabo Cope, entrarían en la cala del Hornillo para conocer y visitar nuestro barco.
—Les he dicho que trataré de que puedan abarloarse al costado. ¿Crees que “el Viejo” (2) lo autorizará?— preguntó, finalmente.
—Depende de cómo tenga el día— le contesté pensando en cómo podíamos planteárselo.
Don José, el capitán, era de los que no veían con buenos ojos las visitas, y menos si llevaban faldas, y por si esto fuera poco, también tendríamos que «venderle” lo de que el yate pudiera abarloarse.
—Déjame a mí, a los postres te pediré que cuentes cómo has conocido a las chicas, y a la vista de los comentarios que surjan, y sobre todo, de cómo reaccione el Viejo, sugeriré la posibilidad de que, ya que vienen a visitarnos, bien podríamos darles facilidades— terminé de contestar.
La duda no tardó en resolverse: faltaban minutos para que nos sentáramos a la mesa, y media hora más tarde, con la taza de café en la mano, me dirigí al “Viejo”:
—Capitán, ¿sabes que nuestro alumno, nada más pisar tierra, ha hecho su primera conquista como marino?
—¡No me digas!— contestó con disimulado interés, al tiempo que interrogaba a Félix con la mirada.
—Bueno, apenas tiene mérito— comenzó a explicar Félix, con la atención de todos los presentes puesta en él (nueve éramos en total, incluido el camarero que, desde el “Office’,’también aplicaba la oreja).
—¡Vaya braguetazo, quién lo pillara!— exclamó Hernando, el jefe de máquinas, un viejo verde que se dejaba la paga en los burdeles de cada puerto, cuando Félix terminó de narrar lo sucedido.
—No empieces– le advirtió el capitán, a sabiendas de los derroteros que podía tomar la conversación. En la mesa, el jefe de máquinas no era el único buitre, y a don José, no le hacia ninguna gracia las bromas sobre mujeres, y menos aún si se las suponía honradas.
—¿Cuándo has dicho que vendrán a visitarnos?— preguntó a continuación, sorprendiendo a todos por el buen tono con que hacia la pregunta.
—Mañana, a eso de las cuatro de la tarde— contestó Félix escueto, apartando la vista del capitán para ponerla sobre mí, en solicitud de ayuda.
—Al parecer, el padre tiene la intención de entrar en la cala y fondear… —intervine con cautela, dejando en el aire la frase.
Don José, de momento no dijo nada, pero no tardó en volver a hablar, rompiendo el silencio que se mantenía en la cámara.
—Así que la juventud ya se ha repartido el botín, ¡eh!— exclamó con sana picardía, mirándonos alternativamente a uno y a otro.
«Lo tenemos en el bote» pensé.
Y así fue. Puede que fuera gracias al excelente y extraordinario almuerzo (langostas a la plancha y besugo a la espalda procedentes del trueque), acompañado del mejor vino blanco que teníamos a bordo, o pudo ser que, el capitán, recordando sus tiempos de joven marino inexperto, no quisiera cortar las alas del muchacho que, bajo sus órdenes, comenzaba a oler a sal. Fuera lo que fuese, accedió a que el yate se abarloara.
Era sábado, y la carga, según nos había informado el consignatario, no comenzaría hasta el lunes, día en el que la RENFE esperaba haber despejado la vía del derrumbe que se había producido en un lugar llamado Almendricos, por lo que la visita, prevista para la tarde del domingo, en nada entorpecería las tareas de a bordo.
Llegó el domingo, y a las doce del mediodía entré de guardia, dispuesto a aburrirme como una ostra mientras los demás echaban la siesta. En festivos, y estando en puerto sin maniobras de carga o descarga, incluso los que están de servicio en cubierta, poco o nada hacen.
—Si me necesita, estaré en la cámara viendo la «tele»— advertí al marinero de guardia.
No llegué a entrar en la habitabilidad: una voz desde las alturas me lo impidió:” ¡Jefe!, espere un momento», fue lo que oí.
Miré hacia lo alto del embarcadero, y vi que el patrón del mismo descendía con la agilidad de un mono por la vertical escalerilla.
—Acaban de informarme por teléfono de que la vía ha quedado libre, y que en menos de dos horas llegará el primer convoy— anunció en cuanto puso el pie sobre cubierta.
Hice llamar al contramaestre para ordenarle que fueran abriendo la bodega del dos, la primera en recibir carga, y que una vez estuviera lista, se cerciorara de que el barco quedaba estanco, que se cerrasen herméticamente todas las puertas y portillos que daban al exterior, a fin de evitar que la polvareda que se produciría con la descarga de cada uno de los vagones se colara al interior del barco.
Mientras tanto, el patrón y sus ayudantes ya habían comenzado con la maniobra de suspender sobre la bodega la gran plancha de hierro sobre la que chocaría la «catarata» de mineral vertido desde los vagones. La operación de tomar carga en el Hornillo, era muy compleja, y por lo tanto, difícil de explicar con pocas palabras, pero voy a tratar de resumirla, pues el relato lo requiere:
El cargadero en sí, una plataforma de hierro que recuerda a un puente de ferrocarril (de hecho casi lo es), se eleva a unos doce metros sobre el nivel del mar, lo que significaba que el volcado del mineral se producía desde prácticamente esa altura y por gravedad. El tren, compuesto generalmente por doce vagones volquetes (yanquis los llamaban por su procedencia), entraba en la plataforma que contaba con tres vías, y tras una serie de maniobras ferroviarias, los vagones se iban situando en el hueco de la vertedera, al objeto de ir volcando su contenido a las bodegas del barco, previo impacto sobre la plancha que, en vertical, pendía sobre la boca de la que correspondía. Con cada vertido, caían 35 TM de mineral, y el estruendo y la polvareda que se producían eran, sencillamente, inenarrables.
Una hora y pico más tarde, con el mono de trabajo como única prenda, y la cabeza y cuello cubiertos con los restos de una sábana, tal y como lo haría un beduino con su turbante (sólo se me veían los ojos), advertí al patrón que estábamos listos para el primer volcado. El convoy había llegado, y los operarios encargados de la descarga, esperaban la orden para lanzar la primera «andanada» Faltaba un cuarto de hora para las dos, y mi cerebro, desde que habíamos comenzando a preparar el barco, se había cerrado a todo lo que no fuera la operación de carga.
—De acuerdo, jefe, ¡vamos con el primero!— contestó el patrón. Al hombre, Paco se llamaba, lo del polvo le tenia sin cuidado; toda su protección era una camisa azul marino de manga corta, unos pantalones de paño del mismo color y unas alpargatas de esparto que debían de haber sido blancas, pero que ahora mostraban el color del chocolate, el mismo que el del mineral de hierro que no tardaría en caer del cielo.
—¡Pepe! vuelca cuando quieras -gritó hacia lo alto.
—¡Va! -respondió el tal Pepe, al tiempo que los seis que estábamos en cubierta nos poníamos en marcha hacia la popa, alejándonos a buen paso de la bodega.
«Tuuu, tuuu, tuuu, tuuu» pitó en ese momento la sirena de un barco a nuestras espaldas.
Sorprendidos, nos quedamos parados con la cabeza vuelta hacia la boca de entrada de la cala.
—¿Se espera que llegue otro barco? -pregunté a Paco.
—Que yo sepa….
—¡Jodeeer!– exclamamos los dos al tiempo, cuando, tras la isla del Fraile, apareció el barco que pitaba, y que no era otro que el de la visita que esperábamos a eso de las cuatro. El Yate, precioso e inmaculadamente blanco, llegaba a demasiada máquina, y no dejaba de dar pitadas.
«Lo que faltaba: imprudente y fanfarrón”, me dije corriendo hacia proa con el ánimo de hacer señales para que no siguieran acercándose.
¡»Barrabuuuuum!, ¡barrabuuuuum!, ¡ploffff»l tronó por mi costado mientras corría.
Ciego con el polvo y sordo por el estruendo, me detuve buscando a tientas uno de los picos del «turbante»: Me pasé la tela por los párpados y tras una serie de pestañeos, recobré parcialmente la vista. Me escocían los ojos, y las lágrimas que resbalaban por las mejillas eran gotas de chocolate fundído,y lo único que a medias lograba distinguir era una gran mancha rojiza que se alejaba por la proa, arrastrada por la ligera brisa.
—¡Bonico, bonico se ha quedao— oí que decía Paco a mi espalda.
Pestañeé unas cuantas veces más, volví a pasarme la tela por los párpados, y por fin, conseguí recuperar del todo la vista.
—¡La Madre de Dios!, exclamé al ver lo «bonico» que estaba el deslumbrante yate.
— ¡Jefe!, ¿echamos el segundo?— preguntó Paco.
—No creo que aguanten otro polvo— contesté, con la cabeza puesta no se dónde.
—¿Cómo dice, jefe?
FIN

NOTAS
(*) Para la lectura del relato no se precisa, pero me permito aconsejar que, antes o después, se ilustren ustedes acerca de lo que fue el embarcadero del Hornillo, pues la experiencia me dice que la inmensa mayoría de mis paisanos lo desconocen, lo cual es una pena. Echen, por ejemplo, un vistazo a la siguiente «página»: http: / /www.vialibre-ffe.com /hemeroteca/462/ revista/historia. htm
(1) Para quienes no conozcan Águilas, conviene que sepan que el embarcadero del Hornillo se encuentra a las afueras, separado de la población por un montecillo (donde vivían los gitanos), mientras que el puerto comercial y pesquero está emplazado en el mismo centro del pueblo, frente al paseo marítimo.
(2) En la marina mercante, al capitán, cuando no está presente, se le suele Llamar «el Viejo», independientemente de su edad.
