Feminismo y Ciencia

por | Nov 29, 2019 | Historia/Sociedad, CIENCIA Y SOCIEDAD, ÚLTIMAS ENTRADAS

 

 Por: Rafael Alemañ Berenguer (*)

Por: Rafael Alemañ Berenguer (*)

El movimiento político-social que, bajo el nombre de “feminismo”, comenzó a exigir en el siglo XIX la equiparación de derechos entre hombres y mujeres ha experimentado a lo largo de su existencia una sucesión de trasformaciones en la que pueden distinguirse al menos tres etapas. Debe subrayarse que estos tres estadios no forman una serie cronológica estricta, dado que las múltiples derivaciones de cada uno de ellos se solapan con el posterior, ya sea enriqueciéndolo o quedando sepultadas por él.

En los primeros momentos, eclosionó un feminismo de base liberal que demandaba con toda razón el acceso a derechos civiles y económicos hasta entonces reservados en exclusiva a los varones. Las sufragistas británicas constituyeron el rostro más visible –aunque no el único– de este periodo histórico. Sus reivindicaciones se resumían en la igualdad de trato ante la ley sin distinción de sexos, el pleno ejercicio de la ciudadanía y el reconocimiento de su indispensable papel en la sociedad.

La segunda etapa, u “ola”, del feminismo brotó al calor de las obras de Marx y Engels, como corolario de la futura emancipación de la clase obrera tras la revolución proletaria que derrocaría a los burgueses y aboliría el capitalismo. Así lo sugirió Engels en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado(1884) con la contundente afirmación “en la familia el hombre es el burgués y la mujer el proletariado. Con esta frase no sólo parangonaba la lucha de clases con un conflicto simétrico entre los sexos, sino que a la vez asimilaba el concepto social de clase con el biológico de sexo. Una confusión semejante se repetiría años después con resultados desastrosos, como veremos más adelante.

Feminismo género-centrista

La que podríamos denominar tercera ola del feminismo ha recibido innumerables denominaciones: feminismo radical (por su extremismo ideológico), hembrista (por su retórica antimasculina), hegemónico (por su intolerancia hacia cualquier opinión discrepante), institucional (por su influencia sobre las instituciones públicas), corporativo (por considerar a las mujeres un conjunto uniforme de individuos que deben respaldarse mutuamente en toda circunstancia y a cualquier precio), o también feminismo imbuido por la ideología de género. Si por ideología de género entendemos la tesis que concede primacía al género como categoría socio-cultural, frente al sexo como ingrediente biológico ineludible en la identidad de los seres humanos, su conexión con el feminismo actual resulta incuestionable. Por eso, en lo sucesivo me referiré al feminismo de tercera ola como“género-centrista”o“genero-céntrico”.

Sorprendentemente si lo comparamos con sus antecesores, el feminismo género-centrista pretende ser a la vez un movimiento político, una hermenéutica de la historia, una teoría antropológica, una estrategia de cambio social y, en definitiva, un marco filosófico general para el universo todo. Solo así cabe entender que se hable de ética feminista, economía feminista, epistemología feminista, entre muchas otras, como si se tratase de disciplinas con una entidad propia y separada del resto.

Lejos de ello, constataremos a continuación que las bases del feminismo género-centrista consisten en un puñado de aseveraciones imprecisas o abiertamente falsas, basadas en idearios pseudocientíficos (psicoanálisis) o irracionalistas (existencialismo, posmodernismo), en abierta oposición al conocimiento acumulado durante el último siglo y medio por las ciencias naturales. No es extraño que por tal desconexión con la ciencia nada interesante haya aportado a la economía, la sociología, la ética, la axiología, la praxiología, la antropología o la politología.

Este feminismo terciario ha devenido una mera escolástica autocomplaciente, estéril y oscurantista, acarreando un inmenso coste moral al emplear los lauros del primer feminismo para disfrazar la imposición de una ideología terriblemente dogmática. En este aspecto, el feminismo generocéntrico y el marxismo ultraortodoxo han discurrido por cauces históricos paralelos.

Del sexo al género

Suele situarse el origen del generocentrismo feminista en la obra El Segundo Sexo (1949) de la filósofa francesa Simone de Beauvoir (1908–1986), donde reflexionaba ampliamente sobre el papel secundario que la mujer había desempeñado en la historia de la humanidad, una historia material y culturalmente dominada por los hombres. La espesura estilística de Beauvoir –habitual en los existencialistas– oculta una peligrosa falacia argumental, convertida en el eje de su libro: como la injusta subordinación de la mujer se ha cobijado bajo la coartada de las diferencias biológicas, para combatir esa injusticia debe negarse el origen biológico de tales diferencias, las cuales han de ser, sin duda, una invención cultural masculina destinada al sometimiento de las mujeres.

La frase que pasa por ser la tesis central de El Segundo Sexo, “No se nace mujer, se llega a serlo”, alcanzó merecida fama como piedra angular del feminismo en el siglo XX. Si se entiende con ello que la identidad personal se construye sobre la base de las experiencias vitales de cada uno, la observación resulta perfectamente aplicable a todo ser humano. Pero cuando interpretamos esta declaración como una separación taxativa entre la naturaleza biológica y las formas culturales, se comete un inmenso error de planteamiento al omitir deliberadamente los aspectos psicofisológicos que marcan las diferencias entre hombres y mujeres.

Simone de Beauvoir

Simone de Beauvoir

En ningún momento, Beauvoir se planteó seriamente que algunas, al menos, de esas diferencias acaso tuviesen un fundamento biológico real con independencia de la valoración moral que nos merezcan por sus repercusiones sociales. La biología y la psicología de la década de 1940, a las que la autora pudo recurrir como fuentes documentales, no aportaban demasiada luz a esta controversia. Y en las escasas referencias que aparecen a ellas, la pensadora francesa muestra un conocimiento marcadamente superficial de estas ciencias (lo que sigue siendo un defecto de muchos autores actuales). Beauvoir no era una fanática y –aunque de nada sirven ya las ucronías– cabe suponer que en la actualidad hubiese matizado las opiniones de su tiempo.

Mas grave es en ese sentido el caso de la filósofa post-estructuralista estadounidense Judith Butler (1956-), pues cuando escribió el grueso de su obra ya existían indicios sobrados para sospechar la falsedad de sus principales afirmaciones. Inspirándose en autores de tan escaso espíritu científico como Nietszche, Freud, Foucault, Lacan y Derrida, Butler expuso su visón del feminismo en dos voluminosos tratados El Género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad(1990) y Cuerpos que importan. El límite discursivo del sexo(1993) de lectura incómoda y farragosa, lo que no impidió que alcanzasen una desusada popularidad.

Como sucede con la obra feminista de Beauvoir, los dos ensayos de Butler pueden resumirse en un par de frases nada inocentes: “El sexo siempre fue género” y “La mujer no existe”. Entendiendo por “género” en este contexto el conjunto de conductas y actividades que socialmente se atribuyen a una persona según su sexo, sostener que el sexo es un subproducto del género implica considerar la biología subordinada a la sociología. Butler hacía así realidad el sueño de quienes abominan de la fría racionalidad científica –y, especialmente, del intenso entrenamiento conceptual y metodológico necesario para alcanzarla– en beneficio de la calidez y familiaridad de las humanidades. Si el sexo se diluye en el género, sobran los esfuerzos para dominar los últimos conocimientos en paleoanatomía, selección sexual, antropología evolutiva, psicofisiología o neuroendocrinología, entre otras disciplinas científicas.

Judith Butler

Judith Butler

Buscando un mínimo barniz de respetabilidad para tan disparatada afirmación, Butler se refugió bajo la denominación de “teoría performativa del género”. La palabra performatividad proviene de la filosofía anglosajona de la lingúística, lo que no sorprende ya que esta autora también sostiene que de algún modo el lenguaje crea el ser. La confusión entre las cosas y el nombre usado para designarlas tiene una larga historia en el ámbito de la filosofía, pero en el caso de Butler se trata de una añagaza tan palmariamente falsa que sólo el activismo político que la envuelve puede justificar la reputación de su autora como una gran figura del pensamiento.

Para esta “teoría performativa” los géneros y las identidades u orientaciones sexuales, son el resultado de una construcción social ficticia y, en consecuencia, no forman parte de la naturaleza humana, sino que se trata de productos culturales enteramente mudables entre épocas y lugares. Así sostiene Butler: «La categoría de sexo no es ni invariable ni natural, más bien es una utilización especialmente política de la categoría de naturaleza que obedece a los propósitos de la sexualidad reproductiva».

Así expuesta, tal afirmación implica que algo naturalmente existente, la reproducción sexual (aunque ella la denomine a la inversa como “sexualidad reproductiva”), se convierte por decisiones políticas en otra cosa –la “categoría de sexo”– variable y ajena a la naturaleza. Cualquiera diría que el sexo no es una categoría filosófica sino un rasgo biológico gracias al cual existe la reproducción sexual de modo que tan natural es uno como otra. Cualquiera admitiría tamaña obviedad, desde luego, cualquiera menos Judith Butler.

Diferencias y estereotipos

La acumulación de datos sobre diferencias neuroencefálicas entre hombres y mujeres –o dimorfismo sexual en el cerebro humano– es tan abrumadora que la feroz resistencia de muchos individuos y grupos a admitirlo causaría estupor de no mediar nuevamente motivos más cercanos a las convicciones ideologías que a la ética científica. Los movimientos contraculturales nacidos en la segunda mitad del siglo XX pusieron en boga la crítica de la moderna sociedad occidental –a menudo con buenas razones para ello– hasta el punto de considerar que cualquier fenómeno relacionado con los seres humanos había de tener un origen básicamente social.

También parecía evidente que si las diferencias de hábitos, preferencias y comportamientos entre hombres y mujeres derivaban tan solo de pautas socialmente impuestas, bastaba cambiar tales normas para revertir la situación. Suele ser más fácil modificar los patrones culturales que el funcionamiento de los genes, y además promete ser menos costoso en términos intelectuales. El activismo político y las cuotas de poder que éste permite alcanzar, no exigen largos años de estudio y entrenamiento en bibliotecas y laboratorios, sino audacia, impasibilidad y –con demasiada frecuencia– pocos escrúpulos.

Así fue como, con cuarenta años de retraso, en las sociedades occidentales se introdujo en la discusión política sobre sexo y género, la misma intolerancia dogmática y anticientífica del lisenkismo en la Unión Soviética. Trofim Lysenko (1898–1976) fue un técnico agrónomo que condenó la genética mendeliana como un ardid del capitalismo empleado para justificar biológicamente las desigualdades sociales que el marxismo pretendía erradicar mediante su política revolucionaria. Stalin decidió que las ideas de Lysenko encajaban mejor que las de Mendel en la filosofía dialéctica de comunismo soviético y las adoptó como doctrina oficial del Estado, sin preocuparse en absoluto de su veracidad. Los defensores de la realidad biológica fueron silenciados bajo amenaza de arresto, deportación o fusilamiento, con los consiguientes resultados desastrosos que tamaña sinrazón ocasionó durante décadas en la agricultura rusa.

 

D. Swaab

D. Swaab

 

S. Baron-Cohen

S. Baron-Cohen

 

Afortunadamente, la sociedades occidentales del último cuarto del siglo XX distaban mucho del modelo estalinista, lo que salvó de la hoguera al neurobiólogo holandés Dick Swaab. En la década de 1980, fue de los primeros investigadores en aportar pruebas incontrovertibles sobre el dimorfismo sexual del cerebro humano y sus repercusiones en rasgos tan íntimos como la orientación sexual. A consecuencia de ello, como él mismo declaró, Swaab recibió amenazas de grupos extremistas en cuya opinión admitir tales diferencias encefálicas conllevaría –no se sabe bien por qué– el sometimiento de las mujeres y la humillación de los homosexuales.

Con el transcurso del tiempo, fue haciéndose cada vez más patente que las disparidades conductuales entre hombres y mujeres guardaban una estrecha relación con las distintas estructuras cerebrales y con las funciones neurohormonales a ellas asociadas. Durante sus investigaciones sobre el autismo en Cambridge, Simon Baron-Cohen constató que los niños y las niñas nacidos unos pocos días antes reaccionaban ante imágenes de rostros humanos de distinto modo que ante imágenes de objetos. Este dato coincidía con un hecho bien observado –al que siempre se atribuyó un origen social– como son los tipos opuestos de juegos practicados libremente por niños y niñas. Los niños son en general más competitivos y prefieren la manipulación de objetos, en tanto las niñas se muestran en promedio más cooperativas y se inclinan por los juegos de relación interpersonal.

Con el propósito de suprimir la influencia de cualquier posible estereotipo cultural transmitido involuntariamente por el entorno de los sujetos, se probó con un grupo de simios cercopitecos, machos y hembras, a los que se ofreció jugar con muñecas y con pequeños carricoches. No tardó en comprobarse que, mientras las hembras aceptaban ambas clases de juguetes, los machos sólo se sentían atraídos por los artilugios con ruedas y otros objetos manipulables. Parece, pues, que los comportamientos diferenciados de manera innata entre machos y hembras, no se limitan solo a la especie humana.

Quebrando el pensamiento único

La resistencia del feminismo generocéntrico no sólo a reconocer los defectos de su doctrina, sino siquiera a debatirla, provocaron que un creciente número de mujeres concienciadas engrosaran las filas de una nueva tendencia. Frente al dogmatismo inmovilista del generocentrismo, el llamado feminismo “científico”, “factual” o “basado en los hechos”, separa con nitidez las reivindicaciones de igualdad política y los descubrimientos científicos sobre la sexualidad humana. Porque el feminismo generocentrista, careciendo de una teoría sobre la naturaleza humana que explique la diferenciación sexual, niega tales divergencias psicofisiológicas entre los sexos. Y como esas diferencias son tan evidentes, su negación sólo puede darse por la vía del autoritarismo y la imposición.

Desde los tiempos de Darwin sabemos que uno de los principales mecanismo de selección natural opera a través de la competencia entre los machos por fecundar a unas hembras que preferirán a aquellos con mejores rasgos reproductivos (buenas condiciones fisiológicas, protección de su prole, etc.). Esta denominada “selección sexual”, actuando durante miles o millones de años, es la responsable de la disparidad de características anatómicas y conductuales entre los machos y las hembras de multitud de especies. Sin embargo, el generocentrismo sostiene que si bien dichas diferencias anatómicas existen –al menos en los caracteres sexuales primarios y secundarios– esa disparidad no se refleja en el órgano que controla el desarrollo y regulación del resto del organismo, el cerebro.

La afirmación anterior resulta tan patentemente falsa que sólo una peligrosa mezcla de ignorancia y sectarismo explicaría su persistencia en determinados círculos de opinión políticamente influyentes. Hoy sabemos que hombres y mujeres utilizan de modo diferente diversas regiones cerebrales ante los mismos estímulos del entorno. Enfrentados a un problema, por ejemplo, los hombres pasan directamente a la búsqueda de soluciones, omitiendo en general el análisis de las emociones ajenas al respecto. En la adolescencia, la concentración de testosterona en el cerebro masculino se multiplica por veinte, propiciando la aparición del deseo sexual, la adopción de conductas de riesgo, el desafío a la autoridad y la defensa de un espacio propio.

Los cerebros de hombres y mujeres ciertamente guardan más similitudes que diferencias porque todos pertenecemos a la misma especia humana, pero también es cierto que hay diferencias en los circuitos neuronales que pueden tener repercusiones decisivas. Hasta las ocho semanas de vida intrauterina, todos poseemos redes neuronales de tipo más bien femenino, y es en ese momento cuando la testosterona segregada por los incipientes testículos del feto masculino inunda en cerebro en desarrollo y cambia sus conexiones para convertirlas en las típicas de un hombre. La región del hipotálamo llamada área preóptica medial es la que regula el impulso sexual, cuyo tamaño es 2,5 veces superior en el cerebro masculino que en el femenino (en los roedores es siete veces mayor en el macho). Las uniones temporo-parietales, situadas en el cerebro un poco por encima de las orejas, se responsabilizan de la empatía cognitiva y el procesamiento de las emociones. Esta zona predomina en los hombres sobre el sistema de neuronas-espejo, de modo que la típica respuesta masculina ante una inconveniencia consiste en tratar de remediarla más que en la empatía emocional, mucho más usual en las mujeres.

Situación del hipotálamo en el cerebro humano

Situación del hipotálamo en el cerebro humano

 

El área premamilar es otra región del hipotálamo más desarrollada en el cerebro del hombre, ya que se ocupa de la defensa del territorio considerado como propio y también de la hembra que el macho protege. Por el contrario, en el cerebro femenino el sistema de neuronas-espejo se encuentra más desarrollado que en los hombre. También las mujeres suelen emplear ambos hemisferios cerebrales cuando abordan cualquier clase de actividad, a diferencia de los hombres, quienes suelen utilizar predominantemente uno de los dos hemisferios dependiendo del problema planteado.

No faltan algunas científicas que, suscribiendo las tesis centrales del generocentrismo, han pretendido desmentir tanto las diferencias encefálicas entre hombres y mujeres como las predisposiciones psicológicas de ellas derivadas. A su juicio, cualquier persona que admita tales diferencias debe ser tachada de sexista y machista. Lamentablemente, para sostener sus posiciones estas autoras recuren a los mismos métodos empleados por los creacionistas bíblicos para rebatir la evolución: reinterpretación sesgada de los descubrimientos científicos, descontextualización de los datos, confusión de conjeturas con hechos probados (o a la inversa) y descalificación personal del adversario. La réplica a estas científicas generocentristas llegó con prontitud, aunque no cabe esperar que argumento altere sus preconcepciones.

El feminismo factual cuenta con el apoyo de destacas profesionales –por mencionar únicamente a las mujeres– como Roxana Kreimer, Debra Soh, Anne Campbell, Melissa Heines,Susan Pinker, Camille Paglia, Claire Lehmann, Helena Cronino Louann Brizendine, entre muchas otras. Obviamente, estas sociólogas, antropólogas, biólogas y neuropsicólogas, nunca encuentran en los grandes medios de comunicación el mismo eco que sus vociferantes adversarias, porque su mensaje –imparcial, objetivo y ceñido a los hechos– no es tan políticamente rentable como el opuesto.

 

El patriarcado

Ya que en el enfrentamiento directo con la anatomía y la neurología el feminismo generocentrista estaba abocado al fracaso, ¿por qué no intentar el abordaje de una ciencia “blanda”, como la sociología? Así fue como se dotó de un nuevo significado al concepto de patriarcado. En la antigua Roma, efectivamente, la autoridad legal residía en el varón, que además de cabeza de familia era también dueño de todos los bienes (el “patrimonio”). Sin duda, desde sus más lejanos orígenes históricos el predominio masculino en la organización social se fundó mayoritariamente sobre la fuerza superior de los varones. Pero como en los modernos países occidentales no existe ya discriminación en los derechos legalmente reconocidos a hombres y mujeres, el feminismo generocéntrico hubo de hilar muy fino para adaptarse a esta situación.

No se trata de la igualdad jurídica –se nos dice ahora– sino del modo en que tal igualdad se aplica en el terreno de los hechos. Las naciones avanzadas de Occidente prosigue este argumento– siguen siendo patriarcales porque los puestos de trabajo mejor pagados y los cargos de poder político los ocupan hombres en su gran mayoría. Ciertamente, en cualquier sociedad suele haber una notable diferencia entre los derechos en abstracto y su ejercicio en la práctica, aunque no siempre las causas de esa disparidad resultan tan evidentes como parece.

A ninguna de estas protestatarias se le ha ocurrido pensar que quizás uno de los componentes que influyen en la distribución de hombres y mujeres en las diversas profesiones, sea una elección personal dictada por preferencias subjetivas que varían de un sexo a otro. Numerosos estudios indican que los hombres muestran una mayor tendencia a sacrificar su vida privada en aras de sus ambiciones profesionales. Y, sin descartar la existencia de explotación laboral (también frecuente entre hombres), las mujeres tienden a repartir su tiempo entre múltiples intereses –no sólo profesionales– entre los cuales destacan las relaciones interpersonales en general y las familiares en particular.

No parece extraño, pues, que las mujeres escojan mayoritariamente profesiones relacionadas con el contacto entre personas (enseñanza, sanidad y cuidados, asesorías, etc.) y los hombres se inclinan hacia labores más técnicas e impersonales. Así quedó de manifiesto en el documental noruego “La Paradoja de la Igualdad” (https://www.youtube.com/watch?v=Q5rj4ZKAGEQ) producido en 2010 por la cadena pública NRK. En este reportaje, se explicaba que en países donde se dan todas las condiciones para cualquier ciudadano elija libremente su profesión como sucede en Noruega– las diferencias estadísticas que aparecen en la distribución laboral por sexos reflejan disparidades objetivas en las preferencias profesionales de hombres y mujeres. Es decir, cuanto más libre es una persona para escoger, más fácilmente se manifestarán sus propensiones innatas.

En la parte final del documental, causaba estupor y sonrojo contemplar la negativa de los autodenominados “expertos en género” –sin que se sepa muy bien qué significa eso– a reconocer que la neurobiología y psicología evolutiva desacreditaban sus afirmaciones. Tal grado de desfachatez dogmática se entiende mejor al recordar que sus puestos de trabajo, cómodos y bien retribuidos, dependen del mantenimiento de imposturas intelectuales como las que el reportaje deja al descubierto. Por fortuna, tras la emisión del mencionado documental, el gobierno noruego retiró las subvenciones al Nordic Gender Institute,que a consecuencia de ello hubo de cerrar sus puertas.

 

Conclusiones

Gran parte del feminismo –movimiento que comenzó alentando las más legítimas aspiraciones de igualdad ante la ley para ambos sexos– se convirtió a comienzos del siglo XXI en un grupo de presión política empeñado en reconfigurar la sociedad occidental inspirándose en el género-centrismo, una ideología dogmática, irracionalista y, por ello mismo, profundamente anticientífica. Los intelectuales marxistas que, desde la década de 1960, abandonaron la utopía de una revolución mundial, contribuyeron a transmutar la lucha de clases en conflicto de sexos, creyendo encontrar así un nuevo motor de cambio social.

Pero, como sucedió con la aplicación real de las tesis marxistas, esta nueva versión del feminismo propició el surgimiento de una mentalidad estrecha, sectaria y fanatizada, poco proclive en la práctica a mostrar la tolerancia que teóricamente dice defender. La negación directa de evidencias científicas insoslayables sobre las diferencias cerebrales y conductuales entre los dos sexos, convirtió este feminismo de tercera ola en una corriente ideológica oscurantista y retrógrada, cuyo más poderoso argumento consiste en el acoso personal y el silenciamiento del contrincante. El hecho lamentable de que amplias capas de la población hayan sido persuadidas para creer en las falacias mencionadas en anteriores apartados, demuestra cuán lejos estamos aún de gozar de una auténtica cultura científica –o siquiera, “racionalista”– en sociedades de las que tanto nos ufanamos en el plano tecnológico.

El esfuerzo destinado a reconducir esta situación se prevé arduo y difícil, debido a la enorme cantidad de intereses creados que disfrutan de privilegios a los que no renunciarán sin presentar batalla. Los sedicentes catedráticos, asesores y toda clase de expertos “en género”, se resistirán a verse descabalgados de sus prebendas, otorgadas por políticos tan ignaros como oportunistas. Sólo nos queda preservar la esperanza de que la verdad científica, como cualquier otra verdad, acabará abriéndose paso incluso en edades oscuras en las que el linchamiento moral del discrepante se disfraza como defensa de la igualdad. No es la primera vez que ocurre, y sin duda se repetirá de otro modo en el futuro, aun cuando en la lucha siempre deba animarnos la ambición de que esta vez sea la última.

(*)Rafael Andrés Alemañ Berenguer es químico, físico e investigador colaborador de la Universidad de Alicante. Es autor de libros como “La Naturaleza imaginada: ¿es matemático el mundo?”,“Evolución o diseño”, “El paradigma Einstein”, etc.

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