
El estreno en marzo de 2020 de una serie televisiva de ficción cuyo protagonista era ni más ni menos que el celebérrimo psiquiatra austriaco Sigmund Freud (1856 – 1939), sumergió a sus espectadores en una intrigante trama de asesinatos con tintes políticos. Las aventuras detectivescas del creador del psicoanálisis en Viena, retratada como la capital de un imperio decadente en las postrimerías del siglo XIX, reavivaron el interés en un sector del público –especialmente en aquellos que no conocían bien su obra– sobre el carácter más o menos científico de las teorías freudianas. En buena medida, comprender el fondo de la práctica psicoanalítica y juzgar su valía implica acercarse con la máxima objetividad posible a la controvertida personalidad de su autor.
De orígenes judíos, Freud nació en una pequeña localidad morava situada hoy en la República Checa, donde vivió hasta que su familia se trasladó a Viena con el fin de mejorar las perspectivas profesionales de su padre, comerciante de lanas. Fue el mayor de seis hermanos, cinco mujeres y un varón, a quien sus padres se esforzaron por ofrecer la mejore educación posible, ya que el joven Sigmund daba muestras de ser un muchacho inteligente y aplicado (Roudinesco, 2015).

En 1881, Freud acabó su carrera de medicina y comenzó a trabajar en el Hospital General de Viena, puesto que abandonó a los pocos años para abrir una consulta privada en la que tratar los desórdenes mentales según su propia visión terapéutica. Aunque se había formado como neurólogo, sus experiencias hospitalarias y la estancia en París para estudiar con el reputado Jean-Marie Charcot (1825 – 1893), le convencieron de las bondades de la hipnosis en el tratamiento de trastornos nerviosos como la histeria. Más adelante se decantó por la libre asociación de ideas y la interpretación de los sueños en busca de una curación para los problemas psicológicos, conjunto de técnicas que denominó “psicoanálisis”.
En opinión de Freud, la mayoría de los problemas mentales tenían su origen en conflictos psicológicos de raíz sexual que permanecían ocultos a nuestra propia conciencia a causa de las inhibiciones inculcadas por la educación convencional, dirigidas a propiciar una vida colectiva ordenada. Así, a su juicio, la disminución de conflictos sociales de índole moral –las “conductas deshonestas” o “escándalos públicos”, tipificados como delito en los códigos penales– se conseguía a costa de aumentar los conflictos individuales de naturaleza mental.

La puritana sociedad europea del último cuarto del siglo XIX, abominó las doctrinas freudianas, lo que a su vez aumentó la popularidad de estas y acrecentó el número de pacientes de su creador. También ganó Freud numerosos simpatizantes –con toda razón– por su firme condena del trato brutal dispensado a los enfermos mentales en los hospitales psiquiátricos de la época. A ello se añadió que nadie sabía bien cómo abordar los traumas sufridos por los veteranos de la I Guerra Mundial a su vuelta del frente. El psicoanálisis apareció entonces como la única práctica psicológica que aparentaba alguna efectividad, lo que contribuyó aún más a expandir la fama de Freud.
Sin embargo, la personalidad del médico vienés, rígida e intransigente hasta la exasperación ante la menor muestra de discrepancia, no tardaría en provocar la escisión de sus seguidores en diversas escuelas psicológicas. Las más notables de ellas fueron encabezadas respectivamente por el suizo Carl Gustav Jung (1875 – 1961) y el austriaco Alfred Adler (1870 – 1937). Jung sostenía que en la mente humana anidaban otros fenómenos, incluso más importantes que la represión sexual, que él interpretó como símbolos –o “arquetipos”– representativos de las tendencias básicas del espíritu humano y compartidos por todos los individuos sin importar su origen cultural.


Adler, por su parte, se mostraba partidario de enfocar los problemas psicológicos a través del carácter del paciente y del contraste entre sus anhelos y sus circunstancias reales. A él debemos conceptos hoy tan conocidos como el de “complejo de inferioridad”, por ejemplo.
Tras la anexión de Austria a la Alemania nazi, Freud hubo de huir a Gran Bretaña donde se estableció con su familia. Allí mantuvo su gran afición a fumar puros, un hábito nefasto que sin duda debió influir en el tumor cancerígeno de la boca que acabó con su vida poco antes del estallido de la II Guerra Mundial.
LAS BASES DE UNA DOCTRINA
Difundidos por la literatura y el cine, los conceptos freudianos pasaron con rapidez a formar parte de la cultura popular, en parte por la indiscutible personalidad de su autor y en parte porque, al presentarse como poderosas metáforas, daban cabida a las interpretaciones más diversas satisfaciendo casi cualquier inquietud. Los pilares de la doctrina psicoanalítica son, en primer término, una teoría de la mente y, a continuación, una terapia basada en ella que pretendía solventar los desórdenes psicológicos, que para Freud tenían su fuente casi exclusiva en la represión inconsciente de la sexualidad humana.
La teoría freudiana de la mente abarca dos perspectivas compatibles pero no idénticas. Una de ellas sostiene la existencia de tres niveles de conciencia: el consciente, el inconsciente y, entre ellos, el preconsciente (1). La otra se ocupa del modo en que gestionamos nuestros anhelos más recónditos e inconfesables, para lo cual Freud vuelve a proponer otra estructura triple. En las más profundas cavidades de nuestra intimidad reside el Ello, turbulenta efervescencia de los deseos, ansias e impulsos primarios. El Ello es el verdadero motor oculto de la conducta humana porque encierra los deseos de gratificación más primitivos.
Actuando como la tapadera de una olla a presión se encuentra el Superego –o Superyo– el estrato formado por las normas morales, convenciones sociales y códigos de conducta en general, que mantiene embridada la salvaje naturaleza del Ello permitiendo así la vida civilizada. Y entre ambos queda el Ego –también denominado simplemente, Yo– en el papel de mediador, destinado a buscar el mejor compromiso posible entre la satisfacción de nuestros impulsos ocultos y las restricciones impuestas por la realidad cotidiana.
Cuando se produce un enfrentamiento irremediable entre el recuerdo de una experiencia traumática y la represión que lo retiene en el inconsciente (que no debe identificarse solo con el Ello, pues hay partes del Ego y del Superego también subyacentes a la consciencia) aparece la neurosis como manifestación de esa contienda en el interior de nuestra mente. Para solucionarlo, el procedimiento psicoanalítico trata de arrastrar el conflicto al terreno consciente para que así se disipe, como la nieve se derrite bajo la luz del sol.
Con ese fin, y siguiendo el ejemplo de Charcot, Freud ensayó primero la hipnosis con sus pacientes para liberar sus ideas reprimidas, pero hubo de abandonarla cuando advirtió que los sujetos hipnotizados mezclaban recuerdos genuinos con fabulaciones de su propia cosecha. Después siguió la técnica de la libre asociación, un monólogo del paciente al que se permite divagar con toda libertad y en un ambiente relajado sobre cualquier tema que se le ocurra. De ahí la típica imagen de la persona tendida sobre un diván, que el folklore popular asocia con el psicoanálisis. En una etapa posterior, será el psicoanalista quien deberá entresacar de ese discurso, en apariencia incoherente, las causas del problema psicológico.
A esta libre asociación vino a unirse también la interpretación de los sueños, verdadera “vía regia” –en palabras de Freud– para acceder al inconsciente, ya que nuestros grilletes psicológicos se aflojan al dormir y los impulsos reprimidos pueden vagabundear sin apenas obstáculos(2). Con estas investigaciones oníricas se completaba el principal utillaje freudiano para desafía y vencer las siempre tormentosas aguas de la mente humana (Freud, 2013).
ANALIZANDO EL PSICOANÁLISIS
A la hora de examinar la validez de las terapias freudianas y sus teorías sobre la mente, debe distinguirse entre aquello que pudo parecer plausible en su momento histórico aunque haya sido posteriormente refutado, y las afirmaciones que incluso entonces resultaban inverosímiles. Por eso, quienes comparan las propuestas freudianas con las primeras elucubraciones de Aristóteles sobre el movimiento para relativizar los errores del médico vienés, yerran completamente el tiro (3). En los tiempos del filósofo griego no existían los menores rudimentos de lo que luego sería la mecánica clásica, inconveniente que –trasladado al ámbito psicquiátrico– no existía en el caso de Freud. Hagamos un somero repaso histórico de la cuestión.
Precisamente fueron científicos alemanes –a cuyos textos Freud podía acceder en su propia lengua– quienes pusieron las bases de la psicología científica durante el siglo XIX, como área de estudio independiente de la filosofía. Ernst Weber (1795 – 1878) y Gustav Fechner (1801− 1887) habían comenzado a investigar la intrincada relación entre estímulos físicos, sensaciones fisiológicas y percepciones psicológicas (Mandler 2007). Por su parte, el gran polímata Hermann von Helmholtz (1821 − 1894), médico, físico y filósofo –uno de los introductores del moderno concepto de energía en Física– insistió en la unidad fundamental del cuerpo y la mente, buscando la base material de esta última en el cerebro (Hergenhahn, 2013).


No en vano uno de sus discípulos, Wilhelm Wundt (1832 − 1920), inauguró el primer laboratorio(4) de psicología experimental del mundo en Lepizig en 1879. Nueve años después el médico español y premio Nóbel Santiago Ramón y Cajal (1852 − 1934) publicó sus descubrimientos sobre la conexión entre neuronas –la sinapsis– como clave para entender la configuración del sistema nervioso y por ende del cerebro (Ramón y Cajal 2006, 2008). En suma, en el último cuarto del siglo XIX se acumulaban las posibilidades de contemplar los fenómenos mentales sobre la base material proporcionada por la neurofisiología.
vFreud, de haberlo querido así, habría podido construir sus teorías sobre el fondo intelectual de todos estos autores, cuyas investigaciones objetivas señalaban el camino de un enfoque verdaderamente científico para el desarrollo de la psicología. Pero en su lugar prefirió seguir el ejemplo de figuras tan antagónicas como el filósofo Wilhelm Dilthey (1833 − 1911), quien defendía la existencia de un abismo insalvable entre las ciencias de la naturaleza y las “ciencias del espíritu”, como él denominaba las humanidades. A juicio de Dilthey, las virtualidades del espíritu humano, inaprehensible e inescrutable, nunca serían explicadas por las ciencias naturales y quedarían perpetuamente como un dominio aislado.
Este aspecto capital queda de relieve en la serie televisiva cuya mención abría este artículo, especialmente en las discusiones entre Freud y su eminente colega Theodor Meynert (1833 − 1892). Cuando se veían ante un individuo hipnotizado o una parálisis neurótica, Freud increpaba a Meynert preguntándole qué parte del cerebro era la afectada. Con ello el creador del psicoanálisis estaba manifestando su creencia en una mente inmaterial que podía sufrir trastornos con independencia de cualquier disfunción cerebral, una premisa de muy dudosa cualificación científica (Bunge y Ardila, 2002).
La valoración ética de su conducta hacia los disidentes tampoco merecía mejor consideración. Freud se mostró siempre profundamente inflexible con quienes discrepaban, por poco que fuese, de sus declaraciones sobre la mente humana o las técnicas psicoanalíticas. El hecho de que formase una suerte de sanedrín escogido entre los miembros más fieles de su grey dice muy poco de la apertura intelectual y la tolerancia moral que deben presidir el verdadero temperamento científico.


FALLOS METODOLÓGICOS Y TERAPÉUTICOS
cLa división freudiana de la mente en tres categorías operativas –Ello, Ego y Superego– a más de inobservable, resultaba sobre todo imposible de correlacionar con alguna de las áreas encefálicas ya conocidas o por conocer. Coherente con su visión animista de la psicología, Freud opinaba que el psicoanálisis carecía de toda relación con las neurociencias, sin advertir que ese olímpico aislamiento es una de las divisas de la pseudociencia. Las ciencias genuinas solapan en alguna medida sus campos de investigación, ya que el conocimiento verdadero no admite compartimentos estancos, pero en el psicoanálisis ocurre justo lo contrario.
Nociones como el llamado “complejo de Edipo” o el “complejo de castración” no se van a pique sólo por su carácter abstracto; las ciencias naturales y sociales rebosan de abstracciones inobservables, como la entropía, los potenciales químicos o la renta per capita, a las que no por ello se juzga irreales. El problema estriba en que las entelequias psicoanalíticas son irrefutables por principio: si se manifiestan de alguna manera, su existencia se considera probada, y de no manifestarse, entonces simplemente se afirma que se hallan reprimidas. El recurso a la “represión” actúa en el psicoanálisis como un escudo permanente contra todo intento de comprobación experimental, sin importar que una entidad siempre oculta sea a todos los efectos indistinguible de algo inexistente.


Otra característica típica de las pseudociencias presente en el psicoanálisis, es su pretensión de explicarlo todo, desde los lapsus en el habla hasta las guerras mundiales. Y es curioso porque esa aspiración omnicomprensiva se compadece mal con la casi total ausencia de experimentos controlados que exhibe la escuela freudiana. No es de extrañar, ya que cuando los psicólogos experimentales han tratado de ponerlas a prueba las afirmaciones psicoanalíticas han quedado plenamente desmentidas (Bunge, 1989). Por ejemplo, sobre la incidencia de la personalidad de la madre en el desarrollo de la homosexualidad o el autismo, sabemos que los argumentos psicoanalíticos son erróneos (5).
Desde una perspectiva metodológica, el balance del psicoanálisis no puede ser más pobre. Prácticamente todos sus conceptos y principios –etiquetados con nombres mitológicos o de resonancias metafóricas para acrecentar su fuerza evocadora– fueron establecidos por el propio Freud a partir del contacto con sus pacientes, casi todos ellos de clase media en la Viena de finales del siglo XIX. Por supuesto, no tuvo el menor interés a lo largo de su vida en reconsiderar tales invenciones aplicando los avances acaecidos en estadística, muestras poblacionales o antropología comparada, y menos aún la neurofisiología.
En cuanto a su eficacia terapéutica, el cuadro resulta asimismo desolador. Descartado el hipnotismo por la imposibilidad de separar la información veraz de la falsa, tampoco la libre asociación o la interpretación de los sueños ofrecieron mejores frutos. En ambos casos la labor interpretativa del psicoanalista se hacía imprescindible, con todas las ambigüedades que ello involucraba. Los símbolos, en sueños o en vigilia, no poseen más significado que el asignado por los usuarios. Y en ausencia de un código simbólico fiable de carácter universal(6) –aunque Freud, naturalmente, decía conocerlo– la interpretación de las alegorías oníricas deviene arte, una hermenéutica, más que ciencia (Winson, 1986).
Hoy sabemos que los sueños constituyen un mecanismo psicofisiológico mucho más rico de lo que Freud suponía. Lejos de limitarse a una mera transposición desfigurada de deseos ocultos, los sueños parecen servir a diversos propósitos: reconstrucción imaginativa de estrategias de conductuales basadas en la experiencia, reacondicionamiento de la actividad neuronal, manifestación de pensamientos inconscientes de todo tipo o el mantenimiento de una actividad basal mínima (Sánchez, 2017).
Para explicar tanto las tendencias cooperativas como las agresivas de la especie humana, Freud postuló los impulsos de vida (Eros) y de muerte (Tanatos), los cuales no son más que artificios fantasiosos introducidos ad hoc. Tampoco se confirmó la catalogación psicoanalítica de los tipos de personalidad(7) en función de un supuesto desarrollo por etapas del instinto sexual. Incidentalmente, una de las pocas conjeturas freudianas que ha sobrevivido al paso del tiempo es la referida al pensamiento inconsciente, aunque tampoco era realmente novedosa cuando el creador del psicoanálisis la formuló.
c No sólo el filósofo británico David Hume (1711–1776) había especulado acerca del inconsciente, también los ya mencionados Helmholtz y Wundt lo habían hecho. Es más, en los años estudiantiles de Freud se popularizó el libro La filosofía del inconsciente (1870), del pensador alemán Eduard von Hartmann (1842–1906), donde se trataba de delimitar la existencia y características de tan ignota región de nuestra mente. El problema de Von Hartmann y de quienes abordaron posteriormente la cuestión, radica en la dificultad de perfilar el concepto de inconsciente sin haber caracterizado previamente las fronteras de la conciencia, línea de investigación hoy impulsada por la neuropsicología (Wickens, 2014).
Los estudios estadísticos actuales sobre el psicoanálisis no demuestran una eficacia superior –por ejemplo, remisión sin recaídas− al de otras psicoterapias (Eysenck y Wilson, 1980). Un comité de investigación de la Asociación Psicoanalítica Internacional, publicó en 2002 una revisión que reunía más de 50 estudios sobre los resultados y la efectividad del psicoanálisis hasta 1998. Pero ninguno de tales estudios incluía las psicoterapias conductuales o cognitivo-conductuales. La mayoría se limitaban a comparar el psicoanálisis con la psicoterapia psicoanalítica u otros tratamientos derivados del psicoanálisis. Y ni aun así el psicoanálisis fue capaz de probar en estos estudios una superioridad terapéutica significativa frente a los resultados de otras terapias, especialmente porque carecía de grupos de control.
LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA EN PSICOLOGÍA
Suele hacerse notar que inicialmente Freud acarició la posibilidad de enraizar su concepción de la mente sobre los sólidos cimientos de la fisiología, como dejo plasmado en un manuscrito(8) que nunca vio la luz en vida de su autor. El libro comenzaba así (Freud, 2012): «La finalidad de este proyecto es la de estructurar una psicología que sea una ciencia natural; es decir, representar los procesos psíquicos como estados cuantitativamente determinados de partículas materiales especificables, dando así a esos procesos un carácter concreto e inequívoco». Lamentablemente, sabemos que tan encomiable aspiración le abandonó con suma rapidez.

El psicoanálisis freudiano ganó un gran predicamento en sus inicios porque se ocupaba por primera vez de las emociones y no de las percepciones o el raciocinio, como habían hecho los filósofos y psicólogos hasta ese momento. Ahora sabemos que las emociones están reguladas cerebralmente por el sistema límbico, que a su vez interactúa estrechamente con el neocórtex influyendo en nuestros juicios racionales. Por eso, conocer las funciones del encéfalo –contra la postura freudiana– reviste la mayor importancia si se desea entender de veras los desordenes psicológicos (Alonso, 2017).
La desinhibición del autor del psicoanálisis al tratar temas socialmente vedados en la época, añadió mayor popularidad a su obra pero no aumentó su eficacia real ni su plausibilidad. Con una actitud mejor dispuesta y contando con los progresos del conocimiento acumulados desde entonces, podemos esbozar en el presente los rasgos básicos de la investigación científica en psicología.
La influencia de eventos externos –desde la palabra del psicoterapeuta hasta cualquier choque emocional– ya no reviste tintes enigmáticos desde esta nueva perspectiva. Para ello nos apoyaremos en los siguientes enunciados:
- Teoría causal de la percepción, según la cual percibimos los objetos a nuestro alrededor porque entre ellos y nosotros se establecen procesos de transmisión de señales (visuales, auditivas, táctiles, olfativas o gustativas) que son, en suma, cadenas de causas y efectos sometidas a las leyes físicas.
- Hipótesis del monismo psiconeural, que sostiene la identidad entre ciertos estados fisiológicos del encéfalo y sus correspondientes estados psíquicos. La mente sería así la otra cara de las continuas interacciones entre redes neuronales de conectividad cambiante, cuya dinámica no comprendemos por entero todavía.
A continuación, tomaremos el conjunto de estados fisiológicos del sistema nervioso central, representados por la letra griega ϕ, para identificar algunos de ellos con estados mentales, denotados como ψ. Es decir, mientras cualquier estado ϕ puede estar vinculado con cualquier otro ϕ′, solo un subconjunto ϕ* de ellos puede identificarse con lo que llamamos estados mentales, ϕ* = ψ.
A su vez, esos estados, tanto fisiológicos como mentales, se organizan en sistemas y subsistemas más o menos interconectados, creando una jerarquía de niveles de diversa complejidad que genera el inabarcable mundo interior de nuestra mente. Los estímulos del entorno llegan intermediados por los órganos sensoriales y se reconfiguran a partir de nuestros recuerdos, expectativas y en general todo el sustrato de experiencias previas, hasta pasar a integrarse en nuestros pensamientos.

Aun cuando es mucho todavía lo que queda por descubrir, ahora cabe un mejor entendimiento de posibles trastornos psicológicos sin daño cerebral visible, base de la protesta de Freud ante sus colegas, sin necesidad de apelar a una mente intangible. Cuando una serie de estímulos visuales (vemos algo) o auditivos (escuchamos algo) llegan a nuestro cerebro, se reconstruyen según procesos que aún no entendemos del todo. No obstante, sí sabemos que cuando esas nuevas experiencias colisionan de algún modo con nuestros deseos, impulsos o creencias consolidadas se produce un conflicto de tipo psicológico que muy verosímilmente se expresará como un cambio en la conectividad de ciertas regiones neuronales, circunstancia indetectable en la época de Freud y aun hoy día apreciable con dificultades mayúsculas.
El tratamiento más eficaz parece ser una mezcla de fármacos y terapias que actúen remodelando el ajuste entre la experiencia conflictiva y el marco mental en el que ha de encajar (Smith, 1986), lo que materialmente se traduce en una dinámica de reconexiones sinápticas aun por esclarecer. Tal objetivo puede lograrse recalibrando el valor de dicha experiencia y del entramado psicológico en el que debe insertarse (nuestras creencias, valores, anhelos, proyectos, etc.), ya sea mediante técnicas conversacionales o bien modificando pautas de conducta, en ambos casos para ayudarnos a reelaborar nuestros antiguos puntos de vista.
Por tanto, la persistencia del psicoanálisis incluso en nuestros días se explica del mismo modo que el resto de pseudociencias naturales o sociales: por la sencilla razón de haberse convertido en un repertorio dogmático de creencias y en una profesión a menudo bien remunerada que subsiste sobre la desesperanza de no pocas personas con padecimientos psicológicos o inadaptación social. No es desde luego el anclaje moralmente más digno para una doctrina que, situada allende las fronteras de la racionalidad científica, suele revelar más sobre la mente de los terapeutas que sobre las sus pacientes.
En definitiva, ¿qué veredicto puede merecer Freud a la vista de sus aportaciones a la cultura y el pensamiento? Una personalidad tan brillante y tortuosa –incluso atormentada a veces– difícilmente recibirá un dictamen unívoco, toda vez que su figura se vio ribeteada por las más llamativas contradicciones existenciales. Condenó los totalitarismos de la Europa que le tocó vivir mientras él practicaba su propia tiranía sobre la hueste de seguidores que le brindó siempre un afecto sincero; redujo la fuente de todos los problemas psicológicos a conflictos sexuales, aunque él nunca renunció a una vida matrimonial perfectamente convencional; rechazó la religión hebrea que su familia trató de inculcarle pero se adhirió con firmeza a los valores culturales del judaísmo.
Si algo puede decirse con cierta seguridad de un personaje tan complejo y fascinante como este, es que fue un visionario que no supo liberarse a tiempo del atractivo hipnótico –nunca mejor dicho– que sobre él mismo ejercieron sus propias cavilaciones. Un visionario de esta clase en filosofía política fue Marx, por ejemplo, quien diseño un modelo socio-económico que, travestido de cientificidad, pretendió crear un paraíso en la tierra con desastrosos resultados.
Menos comprometido con el ideal de cientificidad, Freud ejerció el mismo papel en el borrascoso reino de la mente. Espléndido literato como era, creyó haber dado con la clave definitiva del alma humana y su embrujo −como el anillo de Tolkien– lo llevó a considerarse su dueño exclusivo. Se opuso con inaudita vehemencia a cualquier corrección de su retoño, el psicoanálisis, por temor a que la más pequeña alteración empañase el brillo de la piedra filosofal que creía haber descubierto. Y en el empeño olvidó que el conocimiento verdadero solo florece en el aire fresco de las discusiones libres, el respeto por la evidencia y la desconfianza hacia los dogmas absolutos.
NOTAS
1 La palabra “subconsciente”, mucho más conocida, es un añadido posterior que en puridad no pertenece al vocabulario psicoanalítico.
2 La publicación original de su famoso libro «La interpretación de los sueños», se dio entre 1899 y 1900.
3 Como hace, por ejemplo, J. M. Sánchez Ron en un artículo periodístico de 2015 titulado «La ciencia y Freud» (https://elcultural.com/La-ciencia-y-Freud)
4 El filósofo y psicólogo estadounidense William James (1842 − 1910) ya tenía un gabinete de demostraciones abierto en 1875, que actuaba, no como centro de investigación, sino más bien como expositor de fenómenos psicológicos.
5 Véase R. Alemañ (2017) “El debate sobre la identidad sexual” en Adelantos Digital
6 Jung, por su parte, afirmaba haber dado con el verdadero significado de símbolos universales que aparecen tanto en los sueños como en todas culturas humanas. Las interpretaciones de Jung, como era de esperar, contradecían las de Freud
7 Según este criterio, se distinguían personalidades orales, anales, fálicas y genitales, además de un intervalo entre estas dos últimas denominado “periodo de latencia”.
8 Apareció póstumamente en 1950 con el título Proyecto de una psicología científica. El propio título indica nítidamente que Freud diferenciaba entre la ciencia y el psicoanálisis sin que le preocupase tal distinción.
(*)Rafael Andrés Alemañ Berenguer es químico, físico e investigador colaborador de la Universidad de Alicante. Escritor, divulgador e investigador en Filosofía Científica (http://www.phil.ufl.edu/host/sep/index.html). Es autor de libros como “La Naturaleza imaginada: ¿es matemático el mundo?”,“Evolución o diseño”, “El paradigma Einstein”, etc.
BIBLIOGRAFÍA
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Mario Bunge, Mente y sociedad, Alianza Editorial, Madrid, 1989
Mario Bunge y Ruben Ardila, Filosofía de la Psicología, Siglo XXI, Méjico DF, 2002
Hans J. Eysenck y Glenn D. Wilson, El estudio experimental de las teorías freudianas, Alianza Editorial, Madrid, 1980
Sigmund Freud, Proyecto de una Psicología científica (edición y notas de Roberto Castro Rodríguez), Siglo XXI, Madrid, 2012
Sigmund Freud, La interpretación de los sueños, Akal, Madrid, 2013
Baldwin Hergenhahn, An Introduction to the History of Psychology, Wadsworth Publishing, California, 2013
George Mandler, A History of Modern Experimental Psychology. From James and Wundt to Cognitive Science, MIT Press, Cambridge (Mass.) & London (UK), 2007
Santiago Ramón y Cajal, Trabajos escogidos, Antoni Bosch Editor, Barcelona, 2006
Santiago Ramón y Cajal, Recuerdos de mi vida. Historia de mi labor científica, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
Élisabeth Roudinesco, Freud. En su tiempo y en el nuestro, Debate, Madrid, 2015
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© Rafael Andres Alemañ Berenguer, 2020
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