Teniendo en cuenta que, aproximadamente, el 70% de la información que recibimos del mundo circundante llega a nuestro cerebro a través de la vista, comprenderemos de inmediato la importancia que para nosotros tiene el rango de longitudes de onda electromagnéticas que el ojo humano puede captar, la luz visible, y la ciencia que estudia este fenómeno, la óptica. Considerada por los antiguos griegos una de las ciencias matemáticas (junto con la geometría, la aritmética y la astronomía), se distinguía en ella la dióptrica, el estudio de la desviación de los rayos de luz al pasar de un medio a otro –hoy diríamos refracción– y la catóptrica, que se ocupaba de los fenómenos de reflexión.
Empédocles creía que vemos gracias a unos ‘rayos de fuego’ que salen de nuestras pupilas
Y, dado que, para ver, necesitamos estar iluminados, tampoco es extraño que estas investigaciones llevasen a los primeros filósofos de la antigüedad a interesarse sobre la naturaleza de la luz, tanto en relación con el proceso de la visión como en cuanto a fenómeno físico en sí mismo. Las primeras ideas al respecto no fueron muy afortunadas, ya que algunos autores, como Empédocles, supusieron que vemos gracias a unos rayos un “fuego”, se decía a veces– que salen en línea recta desde nuestras pupilas. Epicuro, Demócrito y el resto de los atomistas se opusieron a esta tesis, afirmando que era más bien la luz que partía de una fuente emisora (una hoguera, una vela) la que llegaba a nuestros ojos reflejada desde los objetos, permitiéndonos verlos.
Óptica fisiológica
Hoy sabemos con certeza que eran los atomistas quienes llevaban razón en la controversia. Y conocemos también la estructura interna del globo ocular, cuyas maravillosas propiedades celulares lo facultan para sustanciar el no menos maravilloso fenómeno de la visión.
En el ser humano, existen tres tipos de células especializadas en captar la luz visible, los conos, los cuales suelen denominarse L, M y S, que corresponden en inglés a las iniciales de Long, Medium y Short. Esto no se refiere al tamaño de los conos, sino a la longitud de onda en la cual poseen máxima sensibilidad. Estos nombres se refieren a la preponderancia con que absorben las longitudes de onda correspondientes a los colores rojo, verde y azul, respectivamente. Estas denominaciones son muy toscas e inexactas así planteadas, pues cada una de esos tipos celulares son sensibles a más colores que los que indica su nombre.
En definitiva, lo más correcto sería decir que en el universo no hay colores, en el sentido de las sensaciones cromáticas que nosotros experimentamos a través de la visión. Hay, en realidad, una serie de longitudes de onda que conforman el espectro electromagnético, y es la interpretación que elabora nuestro cerebro de algunas de estas radiaciones lo que nos proporciona la sensación que llamamos color.
Desarrollo histórico
Euclides de Alejandría (aprox. 325 – 265 a.C.) es considerado el padre de la sistematización en geometría. Su famoso libro “Elementos” ha sido durante más de dos mil años un ejemplo emblemático del modo en que se debe exponer ordenadamente una Ciencia exacta como la geometría. Hoy sabemos que el método de Euclides adolecía de diversos fallos, pero ello no disminuye su mérito al dar el primer paso en la buena dirección.
Euclides inició la Ciencia de la visión
Ya que se da la afortunada circunstancia de que el espacio tridimensional en el que nos movemos obedece –en primera aproximación– a las reglas geométricas de Euclides, fue natural que este pensador griego reflexionase sobre las propiedades matemáticas de la propagación de la luz. Menos conocido que su tratado geométrico, la “Óptica” de Euclides intentó desarrollar las bases de la ciencia de la visión y la perspectiva de modo deductivo. En esa obra se introdujeron las nociones de “rayo” y “cono de visión”.
Euclides suscribía la hipótesis según la cual la visión era posible porque los ojos emitían algún tipo de rayo que tocaba los objetos contemplados. Sus sucesores, sin embargo, advirtieron que la mayoría de los enunciados de la “Óptica” conservaban su validez, considerando que los rayos emitidos por los ojos eran en realidad los que llegaban a los ojos desde una fuente luminosa, o bien que tales rayos se referían sin más a las líneas matemáticas que delimitaban idealmente el campo visual de un observador.
Tras él, otro matemático, geógrafo y astrónomo eminente, Claudio Ptolomeo de Alejandría (aprox. 90–168), abundó en el tema con otro tratado del mismo título, “Óptica”. En sus páginas se empleaban conceptos como el cono visual euclídeo en combinación con diversas teorías de la física aristotélica.
Sin una teoría óptica, no se podía asegurar que las imágenes del telescopio de Galileo reprodujesen fielmente la realidad
La invención del telescopio en el siglo XVII y su aplicación a la astronomía en manos de Galileo, suscitaron la controversia sobre el funcionamiento de tales instrumentos. Sin una teoría óptica sobre ellos no cabía asegurar que las imágenes observadas con su ayuda reprodujesen fielmente la realidad del mundo físico. Quien primero respondió a este desafío intelectual fue el matemático alemán Johannes Kepler (1571–1630). Su texto “Dióptrica” (1611), vino a sentar los fundamentos de la explicación del proceso por el cual se formaba la imagen en aquellos nuevos artilugios que permitían contemplar las cosas lejanas como si fuesen cercanas.
Se dice que Nerón corregía sus defectos de visión mirando a través de una piedra preciosa
La formalización de la óptica geométrica siguió con el “Opticks” de Newton, donde, además de cuestiones puramente ópticas, se planteaban investigaciones de muy diversa índole sobre multitud de aspectos de la naturaleza que intrigaban al sabio inglés. Esta labor culminó finalmente con los trabajos de Friedrich Gauss (1777–1855) sobre óptica, en torno a 1841, gracias a los cuales se contó una teoría definitiva y completa sobre las lentes, capaz de explicar las imágenes con ellas producidas.
Curiosidades históricas
Se atribuye generalmente el primer telescopio digno de ese nombre al holandés Hans Lippershey, que lo construyó en 1608. Otros autores que reclamaron para sí el mérito del invento fueron Zacharias Janssen, Jacob Metius, e incluso el español Juan Roget, en 1590. Pero la duda surge en este caso como en muchos otros. ¿Tuvo esta invención algún antecedente histórico perdido entre las brumas de los siglos? Se dice que Nerón corregía los defectos de su vista mirando a través de una piedra preciosa, y aprovechando así las propiedades de refracción de la luz ya descritas sucintamente por Platón.
El escritor Robert Temple en su libro El Sol de Cristal (Ed. Oberon 2000), extracta un comentario del griego Estrabón correspondiente al Libro III de su Geografía. Allí puede leerse “… La imagen del sol resulta más grande sobre el mar, tanto en el amanecer como en la puesta del sol, porque en estos momentos una gran cantidad de exhalaciones surge del líquido elemento, y el ojo que mira a través de estas exhalaciones, ve imágenes refractadas en formas más grandes, como si se observaran a través de tubos. (…).”
Temple y otros han querido deducir de esa extraña apelación a los “tubos”, la existencia en la antigüedad clásica de una perdida tecnología óptica que permitió la construcción de telescopios. Sin embargo, una lectura más atenta de la cita, en el contexto de la cultura griega de su época, apunta en otra dirección.
Parece más probable que el geógrafo griego se estuviese refiriendo al aumento de nitidez producido cuando contemplamos un objeto a través de un tubo, centrando nuestra atención en él y aislándolo visualmente de su entorno mediante las paredes de dicho tubo. En efecto, el aumento del contraste entre el interior oscuro del tubo y el campo visual circular que su extremo abierto nos ofrece, permite ver mejor las cosas lejanas, pero este efecto de nitidez comparativa no debe confundirse con aumento de tamaño en la imagen, como hace Temple.
En el Museo Británico, un intrigante objeto de cuarzo del siglo VII a. d.C, la ‘lente de Layard, o de Nínive’, tiene muescas, quizá para adaptarlos a una montura
No obstante, sí es cierto que existen restos arqueológicos que, como mínimo, deben calificarse de intrigantes con respecto a la posibilidad de una tecnología óptica perdida hace centenares de años. Existe un curioso objeto conocido como la lente de Layard o de Nínive, una pieza tallada y pulida de cristal de cuarzo con forma plano-convexal, del mismo tamaño que el cristal de unas gafas actuales y con muescas de 45 grados en el borde, quizá para adaptarlos a una montura. Esta lente, diseñada para corregir un cierto tipo de astigmatismo, se exhibe actualmente en el Museo Británico, en la sección de antigüedades de Asia Occidental y data nada menos que del siglo VII a.C. Fue encontrada en el palacio de la antigua capital asiria de Nimrud por el arqueólogo británico Henry Layard, y se piensa que debió pertenecer a Sargón II.
Demócrito describió la Luna como “un lugar con montañas, igual que la Tierra”. ¿Cómo, si no contaba con algún tipo de instrumento?
El filósofo griego Demócrito pudo describir la Luna como “un lugar con montañas, igual que la Tierra”, así como afirmar que la Vía Láctea es un inmenso conglomerado de estrellas, afirmaciones difíciles de entender si no contaba con algún tipo de instrumento, por rudimentario que fuese, para sustentarlas. Según nos relató Séneca, los babilonios ya conocieron la existencia de los cuatro satélites mayores de Júpiter, además del anillo de Saturno, al que llamaban Nirrosch. Decía el autor romano para observar objetos distantes, los babilonios usaban esferas de vidrio rellenas de agua. En otro periodo histórico algo menos lejano, nos encontramos con las 48 lentes pulidas que rescató Heinrich Schliemann (1822–1890) de las excavaciones arqueológicas deTroya (en la actual Turquía), todas ellas fabricadas aproximadamente en el siglo XIV a.C. Incluso una de ellas presentaba un orificio en el centro para que –supuestamente– el artesano pudiera introducir sus instrumentos y trabajase de manera más precisa.
Hiparco de Nicea (190–120 a. c.) registró un cambio en la orientación del eje de rotación de la Tierra –fenómeno hoy conocido como “precesión de los equinoccios”– de 45 segundos de arco por año, valor muy cercano al aceptado actualmente: algo más de cincuenta segundos de arco anuales. Aun cuando dijo haberse basado en tablas astronómicas anteriores, griegas y babilonias, sigue siendo sorprendente su capacidad de observación sin ayuda de instrumentos ópticos.
Otro hecho llamativo es que las pirámides de Dashur y Gizeh son las mejor orientadas entre las construcciones egipcias, con errores en torno a un cuarto de grado.
…conjeturaban que una presunta civilización desaparecida 9.000 años antes de nuestra era habría transmitido parte de sus logros por medio de mitos y tradiciones
Y el error de las pirámides de Keops y Kefrén es incluso menor. Si tenemos en cuenta que la imagen de la Luna visible a simple vista tiene un tamaño angular que es más del doble de esos valores, comprenderemos que errores tan pequeños en monumentos tan colosales resultan apenas explicables en términos del instrumental conocido en aquella época.
Tal vez estas perplejidades movieron a ciertos autores a especular con la posibilidad de antiquísimas civilizaciones fenecidas cuyos conocimientos no se extraviaron del todo, de forma que algunos de sus retazos justificasen estos hechos asombrosos que parecen no encajar en el marco cultural de épocas tan tempranas. Así lo hicieron los profesores Giorgio de Santillana y Hertha von Dechend en su libro Hamlet’s Mill. An Essay Investigating the Origins of Human Knowledge and Its Transmission Through Myth (1969). En sus páginas conjeturaban que una presunta civilización desaparecida 9000 años antes de nuestra era habría transmitido parte de sus logros por medio de los mitos y las tradiciones más tempranas en la mayoría de las culturas posteriores. La arqueología no apoya estas opiniones, por lo cual, hasta que obtengamos una evidencia más sólida, no pasan de ser interesantes, e intrigantes, elucubraciones.
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