La conexión histórica entre las Matemáticas y la Astronomía ha sido profunda y fructífera para ambas. Las dos ciencias se han beneficiado mutuamente de un intercambio constituido por la formulación de problemas interesantes que generaban novedosas técnicas de cálculo, las cuales al ser aplicadas propiciaban la aparición de nuevos retos impulsando la investigación en un incesante avance. En este trabajo, se pasa revista someramente a los principales hitos de esta fértil relación, prestando especial atención a los desarrollos modernos.

ra.alemanberenguer@edu.gva.es
(Palabras clave: astronomía, matemáticas, geometría, cálculo, relatividad)
Introducción
Desde que los antiguos babilonios observaran el cielo tratando de predecir el movimiento de los astros mediante tablas de datos, la posibilidad de aplicar las herramientas de la matemática al estudio de los cuerpos celestes devino una tentación irresistible. Semejante inclinación culminó en la Edad Antigua, gracias a los esfuerzos de los matemáticos griegos y, más tarde, de los astrónomos helenísticos. Los primeros desarrollaron los métodos formales que, años después, aplicarían los segundos en el marco de una estricta concepción del universo restringida a los movimientos circulares.
Sin ser conscientes de ello, matemáticos de la antigua Grecia, como Apolonio o Eudoxo, sentaron las bases de la futura astronomía analizando las propiedades de las curvas cónicas. Hoy día llamamos “cónicas” al conjunto de curvas planas que se pueden obtener intersectando un plano con la superficie de un cono de revolución. Según las distintas posiciones relativas del cono y el plano que lo corta, pueden aparecer distintos tipos de curvas cónicas. Si el plano es perpendicular al eje del cono, se obtiene una circunferencia. Cuando, de un modo más general, la dirección normal al plano difiere de la dirección del eje menos de lo que difiere la generatriz del cono, se obtiene una elipse. Si es paralelo a una generatriz se obtiene una parábola; y por último, si la dirección normal al plano difiere de la del eje más que la generatriz, se obtiene una hipérbola.

La filosofía de los antiguos cercenó su capacidad imaginativa en relación con la astronomía, circunscribiendo todos los movimientos celestes a la superposición de traslaciones circulares, los epiciclos y las deferentes. Insuperable maestría en este empeño fue la que desplegó el matemático y astrónomo Ptolomeo de Alejandría, cuyo nombre todavía se identifica con el modelo geocéntrico de un universo encerrado en el interior de la esfera de las estrellas fijas.
Pese a las afirmaciones que actualmente nos parecen crasos errores, hubo encomiables logros de cálculo para la época, cuales fueron las estimaciones de Eratóstenes –empleando la semejanza de triángulos– acerca del radio terrestre y de la distancia Tierra-Sol, así como la detección por Hiparco de la precesión de los equinoccios. Con precisión admirable para la época, en torno al año 130 a.C. Hiparco de Nicea comparó observaciones antiguas con las suyas y concluyó que en los 169 años precedentes el punto de intersección entre la eclíptica y el ecuador celeste se ha movido dos grados. Hiparco logró conocer la posición del Sol entre las estrellas tan exactamente –pese a que las estrellas no eran visibles por el día– usando la sombra proyectada por la Tierra sobre la Luna, durante un eclipse lunar. En tal caso, el Sol, la Tierra y la Luna forman una línea recta y por tanto el centro de la sombra de la Tierra está apuntando sobre la esfera celeste que se sitúa exactamente opuesta al Sol.
La revolución científica
Durante más de mil años, apenas variaron sustancialmente nuestra imagen del Cosmos y su descripción matemática, hasta que el monje polaco Nicolas Copérnico (1473 – 1543), retomando una vieja idea de Aristarco de Samos, dispuso al Sol en el centro de su modelo astronómico. El alemán Johannes Kepler (1571 – 1630) fue un poco más allá y adoptó la elipse, no la circunferencia, como la figura geométrica que reproducía matemáticamente las trayectorias orbitales de los cuerpos celestes. Con ello finalizaban dos milenios de prevalencia del movimiento circular en el pensamiento astronómico occidental. Sin embargo, los métodos matemáticos empleados hasta ese momento eran en esencia los mismos de los antiguos griegos: construcciones geométricas más o menos elaboradas y poco más.
Hubo que esperar hasta la obra de Newton y Leibniz para disponer de una de los instrumentos más potentes creados por el pensamiento humano, el cálculo infinitesimal en sus dos vertientes, diferencial e integral. Como sabemos, la diferencial de una función nos proporciona una aproximación lineal de dicha función, df = f´(x)dx, cuya exactitud dependerá del valor del incremento dx de la variable independiente. Los fenómenos de la naturaleza, y entre ellos los movimientos astronómicos, suelen hallarse muy alejados de la linealidad. Pero en su mayoría sí pueden aproximarse linealmente para distancias pequeñas o intervalos de tiempo muy breves. De ahí la utilidad física del cálculo infinitesimal.

Newton formuló además la ley de la gravitación universal, con cuyo auxilio consiguió explicar desde una perspectiva más profunda las observaciones realizadas años antes por Kepler. De ellas se deducía que las órbitas de los planetas no eran meramente circulares, sino elípticas, situándose el Sol en uno de sus focos. Las posiciones de los planetas sobre su trayectoria de modo que su separación del Sol sea mínima y máxima respectivamente, se denominan perihelio y afelio. La conservación del momento angular en sus órbitas, dicta el hecho de que los planetas se muevan más deprisa cuando están cerca de su perihelio que cuando lo están de su afelio. En síntesis, Newton había propiciado el paso desde una explicación meramente geométrica a una explicación dinámica del movimiento de los astros, donde dicha dinámica venía gobernada en general por ecuaciones diferenciales. Los métodos geométricos en astronomía comenzaban a ceder su lugar a los analíticos.
Matemática astronómica en los siglos XVIII y XIX
Newton y Leibniz crearon las bases del moderno cálculo infinitesimal, pero carecían de las técnicas necesarias para resolver las ecuaciones diferenciales surgidas al aplicar esta nueva herramienta a los problemas mecánicos concretos. Esa fue la tarea emprendida por los grandes matemáticos de los siglos XVIII y XIX (Euler, los Bernoulli, Poisson, D’Alembert, Lagrange, Laplace, Legendre, Gauss, etc.) quienes al paso aportaron sus propias invenciones en cuanto a métodos formales.
Una de ellas fue la ecuación de Laplace, llamada así en honor a su autor, el francés Pierre Simon, marqués de Laplace. Esta ecuación (y su generalización, obtenida por Poisson) viene a decirnos que en un volumen esférico infinitesimal de un espacio tridimensional en el que hay definido un campo potencial (escalar), el potencial en el centro de dicho volumen es igual al valor promedio del potencial sobre todos los puntos de la superficie esférica que encierra el volumen mencionado.

Por ello, en matemáticas, los armónicos esféricos son funciones armónicas que representan la variación espacial de un conjunto ortogonal de soluciones de la ecuación de Laplace cuando la solución se expresa en coordenadas esféricas. Estos armónicos son importantes en muchas aplicaciones teóricas y prácticas, particularmente en la teoría del potencial, que resulta relevante tanto para el campo gravitatorio como para la electrostática (incluso en los modelos atómicos sencillos).
Otro importante método matemático tuvo su origen en el estudio de los miles y miles de fragmentos rocosos de diversas clases y tamaños situados entre las órbitas de Marte y Júpiter, el denominado cinturón de asteroides. Sus tamaños son tan variables que alcanzan desde los 1000 km de diámetro del mayor, Ceres, hasta el de incontables granos de arena pululando a su alrededor. Hacia 1800, se aceptaba que debía existir un planeta entre Marte y Júpiter, donde no se observaba más que vacío. Los astrónomos de la época se entregaron con ahínco a la búsqueda de este planeta faltante, al que Piazzi creyó encontrar el primer día del siglo XIX, el uno de enero de 1801. El cuerpo recién localizado, al que se bautizó como “Ceres”, era tan pequeño que su desplazamiento diario era lo único que lo distinguía de una estrella lejana.
El hecho es que el genial matemático alemán Carl Friedrich Gauss logró determinar la órbita de este escurridizo objeto, tras poner a punto su procedimiento de ajuste para los errores experimentales contenidos en las observaciones de los astrónomos que seguían el movimiento de Ceres. El método de Gauss se conoce hoy como “ajuste por mínimos cuadrados”. En esencia, se trata de estimar el comportamiento de la variable dependiente, con el fin de predecir la media o valor promedio poblacional de dicha variable dependiente en términos de los valores conocidos o fijos de las variables independientes. Bajo una serie de supuestos, el método de los mínimos cuadrados ordinarios consiste en hacer mínima la suma de los cuadrados de las distancias desde los puntos representativos de los datos experimentales a una recta ideal que representaría la conducta real del fenómeno estudiado.

También en el siglo XIX se aclaró indirectamente la razón por la cual la astronomía geocéntrica de Ptolomeo parecía ser capaz de acomodar todos los movimientos celestes, por irregulares que fuesen, combinando más y más epiciclos. La respuesta se hallaba en la obra del matemático y físico francés Jean Fourier, quien se preguntó si sería factible expresar cualquier función periódica mediante una determinada combinación de funciones de onda sencillas. El teorema de Fourier da respuesta a tal inquietud exponiendo que una función periódica de periodo T, es decir, ƒ(t) = ƒ(t + T), resulta expresable como una suma de senos y cosenos.
Los coeficientes se calculan con el promedio integral del producto de la función ƒ(t) por el seno o el coseno correspondiente. El valor simple ω se denomina “frecuencia fundamental” mientras que sus múltiplos, 2ω, 3ω,…, nω, son llamados “armónicos” o “sobretonos”. La importancia del teorema de Fourier reside en que cualquier función periódica de comportamiento matemático aceptable cabe considerarse como una combinación de ondas armónicas cuyas frecuencias son múltiplos de una frecuencia fundamental ω. Por si ello fuese poco, las funciones no periódicas son insertables en el marco del desarrollo trigonométrico de Fourier sin más que suponer que su periodo es infinito. Entonces se procede de modo semejante al anterior pero ahora se opera con integrales en lugar de sumas de senos y cosenos.
Gracias a ello, se comprendió el éxito de la astronomía ptolomeica. Una órbita, por su propia definición, es un movimiento periódico, y siempre podrá descomponerse como una suma de senos y cosenos. Estas funciones trigonométricas a su vez se llaman “funciones circulares”, porque sus valores pueden representarse como la proyección sobre el diámetro de una circunferencia de un radio-vector de dicha circunferencia que gira uniformemente. Entonces, cualquier movimiento repetido al cabo de un cierto periodo, como eran los desplazamientos celestes observados en la antigüedad, podía describirse finalmente como la combinación de un número arbitrariamente grande de desplazamientos circulares.
Mecánica celeste y caos
La aplicación de las leyes de Newton a la mecánica celeste inauguró una cosecha de triunfos predictivos y explicativos como la naciente ciencia física no había conocido hasta entonces. La gravitación daba perfecta cuenta del movimiento de los planetas en torno al Sol, del giro de los satélites y del raudo vuelo de los cometas. En casi la totalidad de estos casos, se trataba de la interacción gravitacional entre dos cuerpos de masas muy distintas, por lo que no tardó en abordarse el relativo a una pareja de objetos de masas similares. Dilucidar este problema mecánico implicaba la resolución de un sistema de ecuaciones diferenciales acopladas.
Nada más natural, pues, que abordar a continuación el problema de la interacción gravitacional entre tres cuerpos de masa comparable. Mas fue aquí donde surgieron los primeros escollos para la triunfante mecánica celeste. Los obstáculos matemáticos con que tropezaron quienes se entregaron a esta tarea, se revelaron tan sumamente complicados que los avances conseguidos fueron nulos durante ciento cincuenta años. La dificultad, como se comprobó más tarde, estribaba en la naturaleza misma de los métodos de cálculo empleados por los físicos teóricos.
Hasta ese momento, se había supuesto tácitamente que la solución de un problema mecánico era computable, o bien de manea exacta, o bien con un margen fijo de precisión ε para todas las variables y para todo tiempo t, mediante un número de operaciones independiente del tiempo empleado t. Si a esto añadimos un teorema que prueba la existencia de tantas cantidades constantes como cuerpos intervienen en un sistema mecánico, se entiende la extendida creencia en la posibilidad de resolver cualquier problema haciendo acopio de suficiente ingenio, paciencia y empeño. El final de esta cómoda presunción llegaría en 1887 cuando el matemático alemán Bruns demostró que los procedimientos habituales no podían resolver el problema de los tres cuerpos ya que en general no es posible encontrar un número suficiente de constantes que sean funciones algebraicas de las posiciones y del producto de las masas por las velocidades de los cuerpos en cuestión.
Bajo tales condiciones resulta no existir fórmula matemática alguna que suministre la solución para todo t. En concreto, el número de operaciones matemáticas necesario para hallar una solución con un margen de error ε para el tiempo t, crece más deprisa que el propio t. La resolución de esta clase de problemas se hace inasequible, y los sistemas en los que aparecen derivan hacia un comportamiento irregular, caótico y completamente impredecible.

Eso fue lo que comprendió Poincaré alrededor de 1898, cuando publicó su destacada obra «Los nuevos métodos de la mecánica celeste». A fin de calcular la interacción gravitacional de tres cuerpos tan afinadamente como resultase posible, el matemático francés utilizó una técnica conocida como “teoría de perturbaciones”, en la cual se comienza determinando la influencia mutua de dos cuerpos y se añade a continuación una serie de términos (a menudo una cantidad infinita de ellos) para representar la presencia del tercer objeto. La mayoría de los problemas prácticos en astronomía no exigían considerar más que unos pocos de estos términos adicionales, con lo que los resultados se mantenían siempre dentro de unos márgenes razonables. No obstante, Poincaré se preguntó que ocurriría de tomar en cuenta la totalidad de los términos perturbativos en conjunto, sin olvidar asimismo las conclusiones del teorema de Bruns. Y lo que entonces descubrió no admitía duda: en general las trayectorias de un sistema de tres o más cuerpos serían total e irremediablemente erráticas. Los pequeños efectos gravitacionales introducidos por el tercer cuerpo eran amplificados mediante una continua realimentación (cada perturbación aumentaba la magnitud de la siguiente) hasta que el sistema se volvía del todo inestable.
Lo que Poincaré desveló no era más que un caso particular de lo que hoy se conoce en la Teoría del Caos como “sensibilidad infinita a las condiciones iniciales”. Se quiere decir con ello que una variación tan pequeña como se quiera de las condiciones (posiciones y velocidades iniciales) con las que parte un sistema físico, provocará en su comportamiento una distorsión incontrolable respecto a ese mismo sistema sin perturbar. Ya no podemos aceptar sin más que minúsculos cambios en los datos iniciales conducen a cambios igualmente diminutos en los resultados finales. La única manera de predecir con absoluta exactitud el comportamiento dinámico de uno de estos sistemas, consistiría en determinar sus condiciones de partida con una precisión ilimitada, lo que obviamente queda más allá de las capacidades humanas.
El estudio del problema de los n cuerpos −siendo n mayor que dos− había nacido al calor de la mecánica celeste, por lo que éste no podía escapar a las inesperadas consecuencias de aquél. Si Poincaré había demostrado la presencia de comportamientos caóticos en sistemas aislados de tres cuerpos, ¿qué impedía la aparición del caos en el sistema solar, con más de tres cuerpos en interacción y complicaciones en sus movimientos notoriamente mayores? Afortunadamente, parecía que en nuestro sistema estelar los efectos caóticos son muy pequeños, y tremendamente larga la escala de tiempos necesaria para que resulten apreciables. Sin embargo, la pregunta persistía: ¿es esencialmente estable el sistema solar a largo plazo, o acabará desestabilizándose por sí mismo sin necesidad de intervenciones exteriores?

La complejidad de la cuestión queda de manifiesto si tenemos en cuenta el delicado equilibrio que permite la existencia de vida sobre nuestro mundo. La trayectoria de la Tierra se halla muy suavemente curvada por la atracción gravitacional del Sol: por cada 29,6 km que se desplaza hacia adelante, se mueve 3 mm hacia nuestra estrella. Pese a ello, ese valor concreto de caída hacia el Sol es el que ha otorgado a la Tierra el privilegio de sustentar vida, permitiéndola recibir la cantidad adecuada de energía solar que ha hecho del nuestro un mundo acogedor. Una modificación que llevara este último valor a unos 3,3 mm, perjudicaría drásticamente las condiciones climáticas del planeta al aumentar peligrosamente las temperaturas en su superficie. Por el contrario, un valor próximo a 2,6 mm nos dejaría demasiado alejados del Sol y provocaría una perpetua edad glaciar.
Algunas respuestas parciales acerca de la estabilidad de las órbitas planetarias, ya habían sido avanzadas en tiempos anteriores a Poincaré. Jean-Baptiste Biot anunció a principios del siglo XIX que el cociente de los periodos orbitales de Júpiter y Saturno era de 2/5, razón por la cual una pequeña perturbación en alguno de ellos provocaría la expulsión de Saturno del sistema solar. A ello objetó el egregio matemático alemán Karl Weierstrass que una medición real no puede asegurar en modo alguno que ambos periodos formen un número racional (expresable como el cociente de dos enteros) o irracional (no expresable de ese modo). El error experimental asociado a toda medida física −argüía Weierstrass− hace inviable diferenciar entre números racionales e irracionales, disminuyendo la fuerza de las conclusiones de Biot. Por su parte, Poincaré ganó un premio instaurado en 1885 por el Rey de Suecia para recompensar un descubrimiento matemático sobresaliente, gracias a un trabajo sobre este mismo tema. En él se afirmaba que en el problema de los n cuerpos, no intervenían otras leyes de conservación que las típicas de la mecánica clásica (conservación de la energía, del momento lineal y del momento angular), de lo que cabía concluir que no hay razón para que las órbitas sean estables puesto que un sistema de tres o más cuerpos en general no lo es.
El asunto quedó en suspenso durante casi ochenta años a causa de los desarrollos en física cuántica (cuyas bases fueron establecidas por Planck en 1900) y en Relatividad (expuesta por Einstein en su famoso artículo de 1905). Y quizás hubiese permanecido así durante más tiempo de no haber sido por la curiosidad que en 1963 impulsó a Edward Lorenz, a la sazón meteorólogo del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), a ensayar unas ínfimas modificaciones en los datos iniciales de su modelo atmosférico. Las enormes variaciones originadas por este inocente acto en el comportamiento de la simulación computerizada de la atmósfera, le convenció de que se hallaba ante algo importante. El hallazgo de Lorenz −básicamente, la sensibilidad a la alteración de las condiciones iniciales ya encontrada por Poincaré− tardó en popularizarse por no ser publicado en una revista de amplia difusión, aunque fue redescubierto en 1971 por los físicos Ruelle y Takens.
El teorema KAM
La duda sobre la estabilidad del sistema solar, y en concreto sobre el destino de nuestro planeta, recuperó actualidad, despertando renovado interés en las mentes de los expertos. Curiosamente, un avance de la respuesta al enigma llegó de la mano de un teorema demostrado en 1962 (un año antes de inaugurarse la moderna era del Caos) por Vladimir Arnold y Jürgen Moser, siguiendo las líneas de razonamiento esbozadas con anterioridad por el eminente matemático ruso Andrei Kolmogorov. El conocido como “teorema KAM”, por las iniciales de sus autores, establece que las trayectorias periódicas de los componentes de un sistema de n cuerpos, serán estables si se cumple al menos uno de dos requisitos: o bien las perturbaciones sufridas por dichas trayectorias son inferiores a una cota mínima, o bien los periodos no se encuentran en proporción de números enteros (es decir, no forman un número racional).
En la práctica, la primera de estas dos cláusulas anticaos impone que la perturbación ocasionada por el tercer cuerpo en discordia no ha de ser mayor que la atracción gravitatoria de una mosca situada en Canadá sobre otra ubicada en Australia. Se trata de una cuantía francamente pequeña, y los físicos trabajan para probar que perturbaciones de mayor magnitud no conducirán al caos, pero todavía no lo han logrado.
El segundo requisito de KAM aparenta ser más fácil de satisfacer en la realidad, a la vista de cómo suceden las cosas. Las órbitas de los planetas del sistema solar, hoy por hoy, no son exactamente periódicas sino cuasi-periódicas, lo que es otra manera de decir que sí verifican tal exigencia. Ahí radicaba era el error fundamental de Poincaré, pues supuso que las leyes de conservación de la mecánica eran las únicas salvaguardas contra el caos en un sistema de muchos cuerpos. No imaginó que el valladar definitivo residiría en las características matemáticas de las trayectorias que esos cuerpos describían. El caso de la pareja Júpiter-Saturno es un buen ejemplo de ello: la recíproca influencia gravitacional es la responsable de que los dos planetas recorran órbitas cuasiperiódicas por siempre estables, con un cociente entre sus periodos que oscilará ligera y eternamente en torno al valor 2/5 sin coincidir jamás con él, como bien intuyó Weierstrass.

Una atenta mirada a los fenómenos astronómicos en el sistema solar, parece indicarnos que la acción del teorema KAM se halla mucho más extendida de lo supuesto. Jack Wisdom, del MIT, se inclina a basarse en este teorema para explicar el comportamiento caótico de la luna de Saturno llamada Hiperión, así como la distribución de material −formando aglomeraciones salpicadas de huecos y viceversa− en los anillos de Saturno. Wisdom opina también que los meteoritos dirigidos contra la Tierra desde el cinturón de asteroides, adoptan ese comportamiento desviado respecto al resto de fragmentos que permanece en el cinturón, al haber cometido una infracción contra las prescripciones de KAM.
Ahora bien, no conviene olvidar que este teorema se dedujo para cualquier sistema mecánico no disipativo, es decir, sin fricción. Claro que, ¿cuál podría ser la fricción que estorbase el movimiento de los planetas en su majestuoso girar a través del espacio? Aunque parezca difícil de creer, tal fricción existe y opera a través de un mecanismo denominado “mareas gravitacionales”. Con el fin de comprenderlo correctamente, hemos de recordar la formulación original que dio Newton a su ley de la gravitación universal. En ella se afirmaba que dadas dos masas m1 y m2, separadas por una distancia r, la fuerza de atracción gravitatoria entre ambas es directamente proporcional al producto de las masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia (con un signo negativo −no se olvide− añadido por la naturaleza atractiva de esta fuerza):
Este es el enunciado al uso en la mayoría de los textos educativos que se ocupan del tema. Lo que no se suele subrayar con suficiente rotundidad, es que esta formulación sólo resulta válida para masas puntuales, si bien el propio Newton demostró que las distribuciones esféricas y homogéneas de materia son por completo equivalentes a una masa puntual. Como es obvio, los cuerpos reales no son puntos sin dimensiones, por lo que éste último hallazgo de Newton reviste la mayor importancia. Gracias a él nos vemos facultados para aplicar su ley de la gravedad a las estrellas y planetas, los cuales, pese a no ser exactamente esféricos ni homogéneos (la rotación sobre sí mismo de muchos de ellos, tiende a hacerlos achatados por los polos y ensanchados por el ecuador), se aproximan lo bastante para comportarse como si así fuera.
Con todo, la esfericidad imperfecta de la mayoría de los cuerpos celestes, no deja de tener sus consecuencias dinámicas a la hora de calcular las trayectorias con el máximo rigor posible. Y aquí es donde interviene el fenómeno de las mareas gravitacionales, conocida también como “fuerzas de marea”: a la ley newtoniana de la gravedad es necesario añadirle unos términos de corrección representativos del grado en que los objetos astronómicos se apartan de una redondez perfecta. La naturaleza concreta de tales términos depende de la forma del objeto de que se trate, y en los casos más habituales no resultan en exceso complicados. Para una esfera ideal rige la ley de Newton tal como se escribió más arriba; veamos lo que sucede, en cambio, con un elipsoide achatado por los polos (que es el caso real de la Tierra) y con otro alargado por ellos. Si, por efecto de la fuerza centrífuga, un planeta se ensancha por su ecuador, la fuerza que ejercería sobre un punto situado a distancia r de su centro, se incrementa en una cantidad inversamente proporcional a la cuarta potencia de r; mientras que si se produce un alargamiento por los polos, el término correctivo sigue siendo dependiente de 1/r4 pero ahora reduce la atracción con respecto al caso esférico.
El valor de los coeficientes α y β depende del grado de deformación en cada objeto.
El nombre de fuerzas de marea proviene de la participación de este fenómeno en las subidas y bajadas del nivel de las aguas en los mares y océanos terrestres. Puesto que la Tierra no ocupa un único punto en el espacio, los lugares en el ecuador que miran hacia el Sol se encuentran unos doce mil kilómetros más cerca de él que los situados en la cara opuesta de nuestro planeta, con lo que la atracción gravitatoria sobre los primeros será algo mayor que sobre los segundos. Si imaginamos la superficie terrestre uniformemente cubierta de agua y comparamos lo que ocurre con el caso de una masa puntual, los hechos se comprenden con facilidad. Las aguas del hemisferio enfrentado con el sol se verán más atraídas hacia él que el centro de la Tierra, y éste, a su vez, será más atraído que las aguas ubicadas en el hemisferio opuesto. El efecto neto es que el nivel del agua sube en ambos hemisferios de forma sincronizada sin que haya nada misterioso en ello. Un proceso muy semejante, aunque algo más complejo, es el responsable de las mareas terrestres reales.
El continuo flujo y reflujo de agua en las orillas de las masas continentales origina una fricción que disipa parte de la energía de rotación de la Tierra sobre sí misma. Ese es el motivo de que la duración de los días aumente en una milésima de segundo por siglo. En los planetas sin masas de agua, las mareas gravitacionales se manifiestan como tensiones internas ejercidas sobre la materia que los compone. Tales tensiones distorsionan levemente la forma del planeta (ya que ningún objeto real es absolutamente rígido) y terminan provocando el mismo efecto de fricción que las mareas acuáticas sobre la Tierra. En este sentido podemos decir que las fuerzas de marea actúan sobre los planetas del mismo modo que la fricción sobre una pelota que rueda en el suelo, disipando parte de la energía de su movimiento y deformando su trayectoria.
Evidentemente, ello contraviene una de las premisas fundamentales para asegurar la validez del teorema KAM, esto es, que los sistemas considerados fuesen no disipativos. Lo más interesante del caso es que, aun cuando las fricciones gravitacionales son de una magnitud inferior a la que podría inquietarnos, sus efectos son acumulativos, y por consiguiente no podemos estar seguros de que antes o después alcanzarán la escala suficiente para desestabilizar las órbitas planetarias. Por todo ello no es aventurado afirmar que, pese a los brillantes trabajos de Kolmogorov, Arnold y Moser, la estabilidad última del sistema solar es una cuestión que dista mucho de haber sido resuelta.
Relatividad y gravitación
El comienzo del siglo XX fue testigo de la obra cumbre de Einstein, la Relatividad General, mediante la cual redujo los fenómenos gravitatorios a las propiedades métrico-afines de la variedad pseudo-riemanniana con la que representó el espacio-tiempo físico. La gravedad dejaba de ser una fuerza al estilo newtoniano, o un campo en la tradición de Faraday-Maxwell, para convertirse en una manifestación de la curvatura del espacio-tiempo. Y en su descripción la nueva matemática de los tensores se reveló imprescindible.
El término “tensor”, originario de la teoría de la elasticidad como indica la propia palabra, fue introducido por W. Voigt en 1898 y recogido por Gibbs ya en el siglo XX, para designar el sistema de seis números que caracteriza las tensiones en el interior de un sólido deformado. Las reglas fundamentales del cálculo tensorial fueron estableciéndose a partir de los estudios de la estática de los medios continuos, trabajos ya comenzados por físicos y matemáticos del XIX. La teoría de los invariantes aportó los elementos algorítmicos indispensables para la creación del cálculo tensorial, uno de cuyos objetos es estudiar las transformaciones sufridas por las componentes de los tensores con los cambios de sistemas de coordenadas, y deducir de ellas invariantes.
El álgebra de las formas multilineales con varias series de variables “cogradientes” o “contragradientes” equivale a la de los tensores. Tales componentes se denominan hoy covariantes y contravariantes, gracias a los trabajos de eminentes matemáticos italianos como Ricci-Curbastro (1853-1925) o Levi-Civitá (1873-1941), verdaderos padres del análisis tensorial. Las relaciones en la naturaleza no son siempre lineales, pero la gran mayoría son diferenciales, por lo que pueden aproximarse localmente con sumas de funciones multilineales. Por ello en física la mayoría de las cantidades pueden expresarse como tensores, y de ahí su gran utilidad.
La hipótesis fundamental de Einstein, de hecho, consiste en dar un paso más y admitir que los fenómenos gravitacionales no se deben más que al efecto de la curvatura espacio-temporal sobre las líneas de universo –en el sentido minkowskiano– de las partículas materiales. Así pues, “gravedad” es el término que usamos para expresar un proceso físico que hubiésemos denominado de otro modo de haber podido percibir su naturaleza esencialmente tetradimensional. El contenido físico de la interacción gravitatoria, en consecuencia, reside en el tensor métrico gμν del espacio-tiempo. Con él se construye el tensor de Einstein, Gμν, mediante el cual calculamos el grado de curvatura de una determinada región del espacio-tiempo.
Las ecuaciones gravitacionales en Relatividad General no permiten obtener el tensor métrico dado el tensor de energía-impulso; o, dicho más técnicamente, no son susceptibles de formularse como una ecuación resoluble de Fredholm. Al tratarse de un sistema acoplado de ecuaciones diferenciales parciales, su poderoso carácter no lineal impide llegar a soluciones cerradas salvo en casos extremadamente simplificados. Como la función de Green se halla muy relacionada con la función distancia –cuya derivada es el tensor métrico– podría pensarse en alcanzar la métrica invirtiendo las ecuaciones mediante una de estas funciones. Pero ocurre simplemente que la ley gravitacional de Einstein adopta una forma a la que no es aplicable el aparato matemático de la función de Green.
No entraña dificultad alguna el cálculo de los coeficientes métricos relativistas en el caso más simple de un campo gravitacional con simetría esférica, de forma no rigurosa. Dada la estrecha relación que la Relatividad General establece entre la geometría espaciotemporal y los fenómenos físicos, deduciremos el valor de tales coeficientes figurándonos el comportamiento de un reloj y de una regla sometidos a la gravedad. El principio de Equivalencia, como su mismo nombre indica, equipara los efectos físicos de un sistema sin gravedad con los de otro que cae libremente en el seno de un campo gravitatorio. Por la misma razón resultarán equivalentes un campo gravitacional con aceleración g y un sistema no inercial con aceleración −g.

Sobre esta base, es posible construir la métrica comparando lo que ocurriría con una regla y un reloj en reposo dentro de un campo gravitacional como el anterior, en comparación con una regla y un reloj en un sistema acelerado (un cohete en continuo aumento de velocidad, por ejemplo), con igual aceleración pero de signo contrario. La idea consiste en obtener los coeficientes métricos de un campo gravitacional a partir de un sistema acelerado donde puede admitirse la validez instantánea de las fórmulas de la Relatividad Especial (cualquier sistema acelerado puede tomarse como inercial en un instante infinitamente breve). Así pues, buscamos hallar la métrica del campo gravitacional (el comportamiento de las reglas y los relojes en su seno) a partir de la métrica local de un sistema acelerado (comportamiento instantáneo de reglas y relojes en dicho sistema). Esquemáticamente, ⎨métrica del campo de gravedad⎬ = ⎨métrica local del sistema acelerado⎬.
Conclusiones
En 2009 se celebró el Año Internacional de la Astronomía, componiendo con ello el marco adecuado para reflexionar sobre sus repercusiones en todos los ámbitos de la civilización humana. Y uno de los más influidos, sin duda, ha sido el de la ciencia matemática. Pero las influencias se han revelado plenamente recíprocas. Cuando la astronomía planteaba problemas que las matemáticas se esforzaban por resolver ampliando el repertorio de sus técnicas formales, la aplicación de estos nuevos procedimientos permitía a su vez atisbar más allá en el mundo de los fenómenos naturales. Este avance conducía a la formulación de nuevos interrogantes que requerían una novedosa formalización matemática, y así en adelante. Hoy día hemos llegado gracias a este proceso a manejar conceptos –como las propiedades geométricas globales del universo– que hace unos cuantos años hubiesen sido considerados fuera del alcance de la especulación científica. Y es de esperar que la conjunción entre astronomía y matemática prosiga en el futuro entregándonos sus mejores frutos.
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