A partir del Renacimiento, si no antes, la técnica adquirió un nuevo valor cultural nacido de su facultad para gobernar el curso de la naturaleza y permitirnos gozar de un bienestar material antes inimaginable. Los filósofos de la naturaleza abrazaron esta novedad con rapidez, como cabía esperar de investigadores interesados en expandir el alcance de sus cinco sentidos (1). No obstante, tampoco faltaron los sabios que miraron con suspicacia unos artilugios que tal vez estaban creando por su propio funcionamiento, en todo o en parte, aquellos fenómenos que la ciencia pretendía explorar. Ese fondo de ambivalencia esencial se fue sofisticando al compás del desarrollo tecnológico; si la técnica evolucionaba, también lo hacia la actitud de los intelectuales hacia ella.

La segunda mitad del siglo XIX alumbró poderosos movimientos culturales que se prolongaron hasta comienzos de la siguiente centuria con derivaciones tanto sociales como artísticas, en las cuales la técnica jugaba un papel esencial. Reflexiones sobre la repercusión social del maquinismo surgen con fuerza en los escritos de Marx, generalmente alentando el optimismo si la técnica era liberada del dogal capitalista. Al contrario opinaba el británico y también socialista William Morris (1834 – 1896) quien miraba con recelo el desplazamiento de los métodos artesanales provocado por la producción industrial en cadena. Morris fue un miembro destacado del movimiento Arts and Crafts (versión inglesa del Art Nouveau francés) de raíces igualmente anti-industriales aunque con tendencias reformistas en el campo económico y social.

Todas estas efusiones culturales confluyeron en el “modernismo”, la ola de renovación artística que pretendía superar tanto el clasicismo academicista como el rupturismo de los impresionistas, mediante una estética que imitase la naturaleza incorporando a la vez materiales propios de la revolución industrial, como el acero y el vidrio. La adoración de la técnica condujo a desviaciones exaltadas como el “futurismo”, abanderado por el italiano Filippo Tommaso Marinetti (1876 − 1944) cuya enérgica glorificación de las máquinas, la fuerza descarnada y las emociones intensas prefiguró la irracionalidad del espíritu fascista.
La adoración de la técnica condujo a desviaciones exaltadas como el “futurismo”, cercano al fascismo
Pero, sin necesidad de precipitarse por tales abismos, ya en los comienzos del siglo XX se perfilaron una serie de reacciones a la creciente importancia de la técnica en las sociedades avanzadas del mundo occidental. En este variopinto abanico de puntos de vista podríamos comenzar con el enfoque antropológico, que de algún modo agrupa aproximaciones tan distintas como el industrialismo, el evolucionismo darwiniano, el materialismo economicista de Marx o incluso la fenomenología de Heidegger. El nexo entre todo ellos reside en la afirmación de que la técnica conforma una de las claves básicas de la condición humana, no un mero lujo intelectual del Homo sapiens.

Esta visión antropológica niega la dicotomía naturaleza-cultura que tanto tiempo ha traído de cabeza a los eruditos, intentando superar la división individuo-entorno, pues la técnica nos permite contactar con la realidad y transformarla a la vez que nos transforma a nosotros. De hecho, todo animal explota el medio circundante detectando aquello de lo que puede servirse, y en el caso de los humanos este afán por someter a la naturaleza a nuestros designios llega incluso a etiquetar una era en la historia terrestre, el Antropoceno.
El catastrófico impacto de la I Guerra Mundial dio paso a la llamada “corriente crítica”, o “criticismo”, cuyos exponentes filosóficos suelen asociarse con la Escuela de Frankfurt, sin menospreciar sus antecedentes en la obra de Max Weber y Georg Simmel. Se trata de una filosofía pesimista y reflexiva −hosca y desabrida a veces− que formula, desde una perspectiva sociológica de inspiración marxista, una reconvención general sobre las relaciones de hombre con la técnica. De este examen sociologista bebe el pensamiento de autores como Walter Benjamin (1892 – 1940), Theodor Adorno (1903 − 1969) y Max Horkheimer (1895 – 1973).

Bajo este influjo, y ya en los años posteriores a la II Guerra Mundial, aparece Marcuse con su hombre unidimensional (2) y la escuela de estudios Ciencia-Tecnología-Sociedad (CTS). Según estos autores, no resulta posible separar la técnica de las condiciones sociales que la envuelven y permiten su desarrollo. En concreto, el mundo occidental −nos dicen− se halla dominado por una forma particular de capitalismo, el estadounidense, que a través de la universalización de la técnica pretende convertirse en un estilo de civilización sin rival posible. En esta forma avanzada de capitalismo el pilar fundamental del sistema económico ya no es la dominación violenta de los explotadores sobre los explotados −por utilizar el vocabulario marxista usual− sino la propia complicidad de los explotados que abrazan entusiasmados las estructuras que los oprimen.
…. el pilar fundamental del sistema económico ya no es la dominación violenta de los explotadores sobre los explotados sino la propia complicidad de los explotados
Así ocurre porque la civilización técnica auspiciada por este capitalismo tan sofisticado induce en la población unas formas culturales, unos modos de vida (consumismo, individualismo, egocentrismo, culto a la ostentación, felicidad como posesión) que la lleva a enamorarse de los grilletes que subyugan su espíritu. Es por ello −según la corriente crítica− que los aparatos tienden a encadenar la mente del individuo a los usos sociales establecidos, cercenando siquiera el pensamiento de que podría vivir sin ellos. Esta concepción crítica se reavivó, a caballo entre los siglos XX y XXI, a manos de dos grandes autores norteamericanos: Andrew Feenberg y Langdon Winner. Feenberg, muy preocupado por la democratización de la tecnología, parte de la estrecha relación que existe, a su juicio, entre el diseño técnico y la organización social que lo alienta. Este “código técnico” −en palabras de Feenberg− debe su origen a la elección que realiza la cultura dominante sobre del camino a lo largo del cual debe orientarse el desarrollo tecnológico. Obviamente, este camino siempre tratará de reforzar los patrones de la cultura dominante, cerrando un bucle en el que las opciones técnicas reconducen a su vez el desarrollo de la sociedad.

Esta idea cardinal de la corriente crítica quedará magistralmente condensada en el artículo de Langdon Winner, “¿Tienen política los artefactos?”, cuestión a la que responde con un sí rotundo(4). En su opinión, los dispositivos técnicos están políticamente tamizados para garantizar que su uso, lejos de amenazar a las élites, refuerce su predominio. Decisiones tan aparentemente inocuas y técnicamente neutrales como la planificación urbana poseen a menudo una onerosa carga política. Los centenares de pasos elevados construidos en Long Island −aduce Winner como ejemplo− impiden, por su altura, el tránsito de transportes públicos dificultando el acceso de las clases populares a las playas y a los bosques del litoral.
Otros pensadores reaccionaron ante la técnica agrupándose en la rama que podríamos llamar “esteticista” o “filoartística”, caracterizada por su perspectiva principalmente culturalista. Los esteticistas abordaron la irrupción de la tecnología en el mundo desde un punto de vista muy ligado al humanismo tradicional, al post-romanticismo y a la obra de personajes como el ya citado William Morris, Henry David Thoreau (1817−1862) o John Ruskin (1891–1900). De ellos heredaron la idea del mundo como paisaje trascendente, como una composición de objetos que no solo es capaz de inspirar deleite estético sino también de insuflar elevados valores morales. Entre los intelectuales deudores de esta corriente esteticista sobresalen Lewis Mumford (1895−1990), Sigfried Giedion (1888−1968), Iván Illich (1926−2002) y Jacques Ellul (1912−1994).
Los miembros de esta escuela de pensamiento se hallaban muy influenciados por la historia de la técnica, en tanto los criticistas se guiaban mucho más por una confusa mezcla de marxismo, sociología, psicoanálisis y filosofías escasamente científicas. Curiosamente, Mumford se forjó en el mundo de la crítica literaria, aunque muy pronto se entrega a los estudios históricos sobre el desarrollo tecnológico. Es así como revela que los procesos de tecnificación de las comunidades humanas condicionan su organización social. La construcción de las pirámides en el antiguo Egipto −por ejemplo− conduciría a un régimen autoritario capaz de unificar todas las fuerzas del país en esa gigantesca empresa, mientras que la agricultura permitiría una vida menos opresiva (observación desmentida, no obstante, por la existencia histórica del feudalismo).

Giedion, profesor suizo de historia de la arquitectura que trabajó en Estados Unidos, siguió una línea muy semejante a la de Mumford. En su famosa historia de la técnica, «La mecanización toma el mando», refleja la progresiva ocupación del espacio doméstico por la automatización electromecánica(4) (lavadora, frigorífico, lavaplatos, máquina de coser, máquina de escribir, etc.), dando forma a lo que los antropólogos denominan “cultura material” de una sociedad. Ellul añadirá a todo esto un matiz inquietante: debido a su creciente complejidad, la técnica comienza a convertirse en un ente autónomo que obliga a los individuos a adaptarse a él (“adaptación inversa”), contrariamente a la suposición de que son las máquinas las que han de someterse a las peculiaridades humanas (5). Por su parte, la obra de Illich tiene mucho más que ver con la contracultura, la oposición a las grandes instituciones sociales y una marcada tendencia anti-industrial. Como sus colegas antes mencionados, Illich insiste en la convicción de que la técnica no es políticamente neutra; bien al contrario, los diseños tecnológicos inducen un cierto ordenamiento social, despótico o democrático, de modo tal que la responsabilidad de conducir el desarrollo tecnológico recae sobre todos nosotros.
Debido a su creciente complejidad, la técnica comienza a convertirse en un ente autónomo que obliga a los individuos a adaptarse a él
Una línea de pensamiento por derecho propio acerca de la técnica en la sociedad es la que recibe el nombre de “funcionalismo” o “teoría del diseño”, muy ligada a las prácticas reales de ingeniería, del diseño, de la introducción de los artefactos en el ámbito del consumo y, en general, en nuestras vidas. Esta mirada, mucho más pragmática sobre la técnica, se beneficia de las bases establecidas por la filosofía analítica, la escuela holandesa (Vermaas, Radder, Van de Poel, Dooyeweerd, Van Riessen, Schuurman) y la escuela salmantina (Quintanilla, Broncano, Vega, Lawler, etc.) de ciencia y tecnología.

Su enfoque se dirige hacia las cuestiones abiertas por el uso cotidiano de la tecnología: ¿podemos separar la identidad de un artefacto de la función que desempeña?; una lavadora que al averiarse no lava, ¿es realmente una lavadora? Pueden parecer trivialidades, aunque apuntan al corazón de interrogantes y tensiones relacionadas con las intenciones del diseñador y las del usuario, especialmente en la tecnología digital, donde los usuarios pueden crear por sí mismos modificaciones del producto original más adaptadas a sus propios gustos y necesidades.
Por último, tenemos la visión “cientificista” de la técnica, no por poco numerosa menos interesante en el plano intelectual. Sus orígenes pueden rastrearse hasta la «Nueva Atlántida» (1626) de Francis Bacon y atraviesan el siglo XX en las páginas de titanes filosóficos como Bertrand Russell y Mario Bunge. Los cientificistas sostienen que el desarrollo tecnológico −como el avance del conocimiento científico− brota de la superposición de dinámicas internas y externas. Los descubrimientos de la ciencia fundamental desbrozan el camino para las aplicaciones técnicas, que a continuación permitirán nuevos avances fundamentales. Sin embargo, no deben olvidarse las presiones sociales que favorecen o dificultan determinadas líneas de investigación y reinterpretan constantemente −para bien o para mal− el uso de los dispositivos técnicos que nacen de ellas. La corriente cientificista aboga por un empleo ético de la técnica, que no desmerezca la importancia de sus repercusiones sociales y ponga el acento en la responsabilidad, individual y colectiva, de las prácticas tecnológicas.
NOTAS
1 Rossi (19866), Pacey (1999), Mumford (2000), Gaukroger (2001), Long (2001), Rae (2001), Lefèvre (2004)
2 En este marco es como cobran sentido las frases al respecto de Heidegger (“La piedra no tiene mundo, el animal tiene poco y el hombre sí tiene mundo”) y de Ortega (“Los humanos tenemos entorno”).
3 Winner (1980)
4 Giedion (1978).
5 Ellul (1954)
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