Aparté de mi oreja el desbordado auricular y por un momento –o dos– creí sentir en derredor el clamor de los invisibles átomos del aire.
–¡Pero si mi madre lleva dos años muerta –decían– y pasó sus últimos diez en una cama! ¡¡Cómo es posible que le llegue ahora un….un…!!
Oí, con el teléfono otra vez en la oreja, cómo se le caía el suyo a mi amigo de las manos, otra vez, y esperé, mientras le oía pelearse también con un papel, la resolución de los puntos suspensivos.
—¡…Un EXHORTO! —dijo por fin— Un exhorto penal. ¡Penal! ¡A mi madre!
No sabía lo que era un “exhorto”, ni yo tampoco, y podía quedarme sin saberlo si el teléfono no encontraba paz en sus manos, así que traté de centrar su atención en el papel… del exhorto, y le hice una pregunta trascendental: «¿qué pone?»
Me lo leyó entero. Aquello venía de un juzgado de paz, pero de sus líneas —algunas, sin terminar— no trascendía nada sobre el asunto, tema, denuncia, caso, demanda, reclamación, litigio, o lo que fuera, ni mencionaba a los actores (¿se dice “actores”?) u otros intervinientes que jugaran un papel en…. lo que fuera.
—Apareció en mi buzón —decía— enviado por correo ordinario y fuera de plazo, pasado ya el día límite que le daban a la destinataria, ¡a mi madre!, para presentarse en el juzgado…
Le interrumpí para decirle que su lectura atribulada me había privado de entender algo que se refería a la Guardia Civil.
—¡Ah, eso¡ Que dice que.., pasado el plazo, el juzgado pedirá ayuda… ummmmm… eeeeeeh….,o sea, que mandarán a la Guardia Civil a por ella, ¡a por mi madre! ¡Dos años muerta!
Ahora fue el papel el que se le cayó al suelo; le recomendé que también lo fumigase con un spray desinfectante contra el coronavirus, pero sólo atinó a echárselo en la cara, según me confesó más tarde, y prosiguió:
—¿Y si voy al juzgado como hijo responsable y me ponen a declarar, sin ver nada claro, recién enterado allí mismo del asunto, tema, denuncia, o lo que sea? Porque yo —respiró— yo fui a la escuela y hasta tengo una carrera universitaria, y te digo que no entiendo un pimiento de todo esto, salvo que es un…. exhorto… penal dirigido…. ¡a mi madre, que nunca ofendió a nadie!
Le pedí un poco de sosiego y un instante para llamar a otro amigo mío —pongamos que se llama Carlos— que es abogado, y hacerle una consulta rápida.
Ràpida y todo, al abogado le sobró tiempo para —sin apenas preámbulo, encontrando adjetivos donde nadie diría que había tantos, hincando pie en sutiles aspectos ignorados por la mayoría, alternando brocha y pincel, empleando ora el bisturí, ora el serrucho, pasando documentada y sumarial revista al añejo aparato judicial en todos sus niveles— no le faltó tiempo, digo, para embastar, como de urgencia, un prontuario sobre el estado de la cuestión y detenerse, con singular y tal vez exagerado énfasis, como concentrando ahí el peso de su alegato, en el hecho…
El hecho merece un punto y aparte, ya que sus palabras —escasamente transcribibles por… falta de espacio— habrían aportado valioso material al dr. Freud para apuntalar sus tesis sobre lo reprimido. Componían, en conjunto, una declaración en bastardilla relatando que, durante el confinamiento general por el Covid19, la judicatura —o, si se quiere, su personificación en jueces y juezas— en un muy humano ejercicio de ponerse a salvo en sus respectivos domicilios y con —esta vez, sí— incuestionable diligencia, habían dejado las vías judiciales, por así decir, en vía muerta, sin casos entrantes, ni curso para los en curso, ni sentencias salientes de entre las muchas «atrasadas», aunque el voluminoso stock de este último género habría dado de sí para entretener las largas horas de sus señorías durante las largas semanas que duró la emergencia nacional; sin embargo —y esta era quizá la parte menos susceptible de ser abordada con objetividad forense, pero que parecía contener, para él, la mayor carga probatoria— sin embargo, y según su exposición, tal colectivo había asumido una elección de difícil interpretación para el no jurisprudente, pero, de algún modo…; bueno, el principal componente de la «elección» era, a su juicio –¿cómo decir?– una especie de autoauscultación sistemática –y por demás improductiva, recalcó— centrada en puntos anatómicos concretos –que no por su manifiesta improcedencia se privó de citar— en el decurso de lo que él suponía unas siestas inmensas. “Mientras que yo —o sea, “él”— “y tantos como yo” —como “él”, insisto— no estando cubiertos por una nómina fija tanto si se trabaja como si no, habían tenido que “tirarse a la calle” jugándose el todo por el todo, en busca de algo que llevarse a la minuta y, a estas alturas, todos estaban…. estaban….
El lector ya comprende cómo estaban, pero tuve que traérmelo al motivo de mi consulta y, cuando comprendí que los juzgados –y su expresión literaria– son más interesantes cuando no se les entiende, le agradecí su atención y reanudé la comunicación con mi otro amigo, el del exhorto.
Siguiendo las indicaciones del abogado, le aconsejé que se presentase en el juzgado a recoger la información correspondiente sobre… lo que fuera o fuese, y que, en todo caso, les dijera que no diría nada si no era en presencia de su abogado.
—Como en todas esas series y películas que te tragas delante de la tele —añadí, conociendo sus hábitos—. Y dice además el abogado que, aunque todo el mundo lo hace, ni se te ocurra apelar a la Quinta Enmienda; de eso, aquí no tenemos, y se ponen de los nervios.
Me volvió a llamar después de pasar por el juzgado y me explicó que, previsor, se había presentado allí con el acta de defunción de la madre. Nada más ponerla sobre el mostrador, ventanilla o lo que fuera, le dijeron que “eso” ya lo tenían ellos allí. Esta vez, se le cayeron las gafas, y hasta las pisó, mientras ellos tiraban a la papelera –¿obstrucción a la Justicia?– el papel de marras, el exhorto a nombre de ¡su madre! Pero le debían una explicación y se la dieron. Resumidamente —el resumen es mío— se trataba de una disputa entre dos parejas (el motivo da igual) de la misma calle en que había vivido la madre de mi amigo mientras estuvo sana y operativa. Una de las partes contendientes, que terminó trasladándose a vivir a 30 kilómetros de allí, la había citado como… testigo. El litigio era tan antiguo que la madre, si es que lo sabía, nunca se acordó de mencionarlo durante los años que vivió en casa del hijo. Los denunciantes habían muerto años atrás, los denunciados, también y la testigo, la última…, también. (¡Ah! y un «exhorto» es la forma en que un juzgado le pide a otro, en otra población, que haga por él una “actuación judicial”; dejémoslo ahí).
Al día siguiente, me llamó pongamos que se llama Carlos para preguntar por el caso. Se lo conté, y, dado que el retraso judicial –y no solo– del país es anterior al coronavirus y, seguramente, al bacilo de Koch, añadí una sugerencia para nueva prestación profesional que podría ampliar su espectro de trabajo, compensando malas rachas, minimizando riesgos de contagio, superando incomparecencias sustanciadas en lo insustanciable y compatibilizando todos los escalafones de la siesta.
—Está claro —le dije— que hay una demanda en el aire para la que los abogados de este país no habéis sabido proveer la correspondiente oferta; voy a enviarte una pequeña selección de libros que no sabía qué hacer con ellos: Allan Kardec, Eusapia Palladino, Madame Blavatsky, William Crookes, sir Oliver Lodge… Una reunión de clásicos del espiritismo y, completando el kit, un juego de lamparillas de aceite de las Madres Capuchinas. En un par de noches, te pones al día. Y, a trabajar.
(D. Muñoz)