En Mayo de 1948, un grupo de científicos constituyó un comité encargado de buscarle nombre a un nuevo invento salido de Bell Telephone Laboratories. Fue descrito por esa firma como un aparato sorprendentemente sencillo que podía hacer todas las funciones de una válvula de vacío, pero más eficazmente; se trataba de un minúsculo semiconductor electrónico.
En esencia, era una fina lámina de cristal de germanio, tan pequeña que cabían más de cien en la palma de la mano. El comité de científicos entregó finalmente a los ingenieros de la firma, en New Jersey, una serie de papeletas con propuestas para nombrar aquella miniatura que iba a cambiar el mundo, y no sólo el de la electrónica. Algunas de las palabras propuestas para nombrarla eran, por ejemplo, “iotatrón” y “tríodo semiconductor”. Había también una compuesta: un híbrido formado con el principio y el final de otras dos: “transconductancia” y “varistor”. Y ésa fue la palabra elegida: “transistor”. Sus inventores, Shockley, Brattain y Bardeen, recibieron el Nobel de Física años después, en 1956 (la palabra había sido propuesta por el ingeniero John Robinson Pierce).
Los primeros transistores masivamente comercializados, hacia 1960, medían 12 milímetros y seguían siendo de germanio. El silicio permitió su miniaturización y en los ordenadores que utilizamos ahora, cada chip de silicio puede contener 2.000 millones de minúsculos transistores que almacenan información en forma de ceros y unos, o sea, bits. (Ad).