En el fondo de nuestros corazones, queríamos a Don Fulgencio, y eso que nuestra naturaleza levantisca se avenía mal con toda noción de disciplina, y no digamos ya con la revelación de que todos aquellos problemas que emanaban de libros, cuadernos y mapas eran…. nuestros.
“El Maestro”, que era como le llamábamos todos, grandes y pequeños, allí dentro y, con el tiempo, en todas partes, había convertido en escuela la parte principal de su vivienda: largas bancas de madera unidas a largas mesas inclinadas, un armario, tinta que fabricaba él mismo con fuchina, su mesa, una pizarra.
Cuando nos bajamos del “Castillo” y nos vinimos a vivir a la calle Lepanto, justo enfrente de sus ventanas, yo tendría entre tres y cuatro años. En aquel tiempo y lugar, la escolarización no era obligatoria y, aunque ya había Escuelas Nacionales en el pueblo, para la gente de nuestra procedencia social lo mismo podían haber estado en otra galaxia. Mi hermano mayor ingresó allí inmediatamente, y yo con él, el más pequeño de la congregación, un satélite retirado de la solana, así que mi primer empleo fue mantener surtidos los tinteros que vivían encastrados junto a las manchadas plumas de palillo en la parte alta de las mesas, y ganarle un sitio al Catón en la parte más cercana, entre los seis o siete legionarios del saber que entraban en cada banca.
Queríamos al Maestro, aunque el tozudo desgaste de lápices en busca de soluciones nos escamaba, barruntando que lo de “sacarnos punta” era la respuesta a no sabíamos qué pregunta, y podía haber de ésas en el aire hasta más allá del azul de los montes, así que, o nos crecían alas para no tropezar con todas, o aprendíamos a batirnos el cobre con lo puesto —lo que hoy llamaríamos autodisciplina, sin ir más lejos— algo —sospechábamos también— que él había hecho solo, cosa que no podía extrañarnos viendo de lo que era capaz aquella cabeza sin descanso.
En la tercera fila de bancas, a veces coincidían, y no por casualidad, un grupo, entre los que estaba, y en cabeza, mi hermano. Allí, disimulados de su vista, con bizarría apache, empleando los finos plumines de acero como la reja del arado pero en el muslo, concursaban silenciosos hasta la sangre y al surco más largo.
Por las tardes, a última hora, nos ponía en rigurosa fila por orden de merecimientos acumulados y leíamos, uno por uno, en el Quijote, cambiándonos, haciéndonos retroceder tantos puestos en la fila como defectos de lectura habíamos acreditado en aquellas quince o veinte líneas. A cualquier hora, pero nunca a ésa, la clase podía verse interrumpida por algún vecino de la barriada pidiéndole auxilio para descifrar o rellenar alguno de esos papeles con que los representantes de la cordura oficial te recuerdan todo lo que tienen contra ti, sobre todo si eres pobre. Eran para nosotros momentos de inexplicable atención y silencio.
Hacer “zonga” con el Maestro era jugarse mucho: se las apañaba para hacerles saber enseguida la deserción a los padres, y éso, resumiendo, tenía para ellos un solo significado: “si no quieres estar en la escuela, mañana, en el tajo”. Pero los jueves por la tarde había libranza general de ley, y era cuando, en arconcillos, en cajas de cartón, en montones, salían a la calle los “tebeos” de los hermanos mayores para intercambiar, uno por uno —o por tres, si era bien raro— los ya leídos… (…»leídos»…). Entre otros alumbramientos, uno podía encontrar allí por primera vez palabras como “haschisd” (El guerrero del antifaz) enterarse de que París era la “cité lumière” (Roberto Alcázar y Pedrín) o detenerse en nombres sin rostro, como Justicia o Manitú (Mendoza Colt).
De vez en cuando se removía un murmullo elevado a rumor: fuerzas vivas en el pueblo amenazaban con denuncias y el cierre de la escuela, lo que producía un sutil respingo anticipatorio en nuestros padres, aquellos hombres y mujeres nacidos en cuevas y arraigados en las orillas del vacío, como las pitas y chumberas del barrio alto del que procedíamos casi todos. Pero nadie se atrevió a cerrar la Escuela de Don Fulgencio.
Queríamos a aquel hombre, aunque podíamos temer su palmeta de madera estrellándose contra la palma de nuestra mano. Pero éso sólo ocurría cuando de veras lo merecíamos y ya habían fallado todos sus intentos razonados y pacientes; en esas ocasiones, nos ponía en fila como para leer el Quijote, y entonces, en tensa y protocolaria espera, la horda de bestezuelas que éramos un minuto antes desfilábamos recibiendo, solemnes y altivos, el correspondiente palmetazo, con media vuelta y regreso a tu banca sin quejas ni humillación, asumiendo lo que había que asumir. Y sabiendo que aquéllo no era ni la mitad de drástico que podían ser nuestros padres. Pero sabíamos que era uno de los nuestros. Procedía del “Barranco”, al pie del “Castillo”; era hijo del tío Martín y la tía Josefa, gente humilde y trabajadora como nuestros padres, como nuestros abuelos. Y era uno de los pocos de aquel territorio de jornaleros analfabetos que había pisado una Escuela cuando la República. La guerra y lo de después habían cortado en seco su inclinación al estudio, impidiendo, como nos repetían los mayores, que de aquella demarcación consanguínea con los gitanos saliera alguien con títulos y todo éso para llegar lejos. Luego, vimos –y todo el mundo– que, después de todo, sí que había salido de allí “alguien” de quien enorgullecerse todos, y no precisamente por irse lejos.
Y le queríamos —aunque nos diéramos cuenta más tarde— porque, siendo uno de los nuestros, había aprendido por su cuenta, con humildad y coraje, velando día y noche todo lo que ahora nos enseñaba a nosotros, y más cosas de las que no sabíamos ni el nombre. Había aprendido, por ejemplo, a manejarse con las máquinas de escribir —entonces, la palabra ampulosa era “mecanografía”— recogiendo las cintas gastadas en una dependencia municipal, dándoles la vuelta y aprovechando la cara ya golpeada por los tipos, exangüe e inútil, para practicar en ratos muertos sin hacer un gasto indebido de lo que no era suyo.
Y allí, en aquel cauce seco entre chimeneas, antes que a nosotros –y, antes aún, a traviesacampo, de cortijá en cortijá– había empezado a enseñar.
Cuando su casa se quedó en casa y el aula se trasladó a una calle perpendicular, a tiro de piedra de allí, era ya una Escuela-Academia que sumaba a la de siempre una colorida y hormigueante fauna: contabilidad, taquigrafía, teneduría de libros, secretariado, repaso, repetidores, correspondencia comercial, álgebra, trigonometría, cálculo, banca, administración, redacción, últimas oportunidades para sacarle punta a alguien, oposiciones… Y, naturalmente, las ruidosas máquinas de escribir Underwood, Iberia, Remington, Hispano-Olivetti. Antes, de un modo u otro, todos procedíamos del mismo cuadrante; ahora no faltaba ningún estrato social, ambos sexos. Al principio, todo, él solo; después, contando con otros para áreas específicas de la siguiente audacia incorporada al listado de campos de acción: Bachillerato “libre”, o sea: jugártelo todo a una carta, asignatura por asignatura, en los exámenes de Junio en el Instituto más cercano, a quince kilómetros, y no contaré aquí lo que él fue capaz de hacer para que yo tuviera un curriculum escolar “normal”, sin el cual no había nada que hacer, ni oficial ni libre. Pero no pasaré por alto aquella vez que unos cuantos de nosotros, el grupo que se examinaba de francés al día siguiente, permanecíamos formados casi militarmente en torno a su cama, con la habitación en penumbra y el Maestro naufragando en fiebres, pero tomándonos la lección, uno por uno, sin dejar pasar ni una.
Le seguíamos queriendo aunque su mera presencia nos ponía firmes, incluso ya crecidos, hablándonos, siempre con afecto, de trabajo y de deber, las mismas palabras que nos habían guiado por los ángulos y las áreas, los verbos y los adverbios, las pesas y las medidas, las leyes de los números y de los hombres; palabras en las que él siempre encerraba una enseñanza más: que lo aprendido, lo leído, lo imaginado son sólo medios en busca de un fin; elegirlo es nuestra carga y nuestro privilegio.
Siempre que me acuerdo de Don Fulgencio, vuelvo a las bancas, los mapas, el olor de los lápices de cedro, el polvo de tiza, los bolis bic en el canalillo donde antes vivían las plumas; el tableteo de las máquinas de escribir… Y siempre me viene a las mientes el viejo adagio oriental: “El maestro es como una vela: alumbra a los demás mientras ella misma se consume”.
Fuí a verle hace poco. Yo ya sabía por sus hijas que, superados los noventa y hasta hace nada, todavía gastaba lápices buscándole las junturas a alguna sinrazón particularmente arisca de la Aritmética. Me preguntó novedades y pareceres, estuvimos hablando de aquel tiempo y de cosas más lejanas que el azul de la noche, y nos despedimos, como siempre, hasta siempre.
Algún día, nos reuniremos todos en el Otro Barrio. Para entonces, él ya habrá aprendido lo que haya que aprender allí, y nosotros querremos que sea él quien nos lo enseñe, con los medios de los que buenamente se disponga en aquellos andurriales —y ojalá estén más lejos ya de la tinta imposible de lavar que del bolígrafo digital— mientras procuramos no ser volteados por los vientos que allí muevan molinos, seguros de que no seremos en aquella geografía los únicos que puedan llamarle “uno de los nuestros”.
Sé que a él le gustaría que estas palabras no fueran un tributo sólo para su persona. Espero, con él, que lo sean también, humildemente, para todos los maestros y maestras del mundo que se consumen mientras iluminan a los demás.
Diego Muñoz.

(Otros testimonios sobre D. Fulgencio Romera, en el libro «El Maestro»). |