El 10 de Febrero de 1962, a las 8,52 de la mañana, se efectuó en Berlín el primer intercambio de espías de la “guerra fría”. El norteamericano era Francis Gary Powers, piloto-espía civil de la CIA, cuyo aparato había sido derribado dos años antes dentro del territorio soviético. Powers disponía de un veneno inyectable para acabar con su vida en semejante trance, pero prefirió (¿cómo reprochárselo?) ser hecho prisionero. A resultas de esta captura, Nikita Jruschov había cancelado una cumbre en París con Eisenhower, y los norteamericanos se habían visto obligados a reconocer que habían pasado muchos años espiando a la Unión Soviética.
El espía soviético era el coronel Rudolf Abel, miembro del KGB, residente en EEUU, donde cumplía una pena de 30 años por delito de espionaje. Tras dos años de negociaciones de alto secreto, el primer intercambio de espías de la Historia se efectuó sobre el puente de Glienicker, que unía los sectores este y oeste de Berlín, en aquella fría mañana de Febrero.
En realidad, la “guerra fría” estaba entrando ya en aquel momento en su fase más fría, y el espionaje es demasiado antiguo para adjudicarle sólo el color de los años 60, cuando se convirtió en una profesión estelar, tras siglos en la trastienda de la Historia. Según Salvador Vázquez de Parga, la primera muestra de espionaje puede encontrarse en la Biblia: en su libro “Espías de ficción”, Vázquez de Parga señala cómo Moisés envió 12 espías a Canaán para saber entre qué tipo de gente habrían de verse en su camino a la tierra prometida.
Pero aún puede rastrearse un origen más lejano… Exacto: en China. En el año 500 a.d.C, ya existía allí un manual sobre organización de servicios secretos; y, entre los siglos XIII-XIV d.d.C, Lo Kuang Chung escribió, sobre ese mismo campo temático, “La novela de los tres reinos”, libro muy manejado, siglos después, por Mao Tsé Tung y por los guerrilleros del Viet-Cong.
Sin embargo, fue en aquel mismo 1962 cuando nació la mitología de masas del espionaje, con el lanzamiento cinematográfico (“Agente 007 contra el doctor No”) de James Bond, agente 007, una fórmula coloreada por todo tipo de exotismos, incluída la mostración al público de sofisticados artilugios basados (por los pelos, a veces) en la ciencia de su tiempo; utensilios y armas de aire futurista que, se suponía, debían formar parte del equipamiento de campaña, si no del espía medio, sí de los de rango superior. James Bond lo era, y era, junto a sus coetáneos The Beatles (despreciados clamorosamente por él en alguna película) uno de los últimos fenómenos planetarios producidos por Gran Bretaña, que ya disponía desde tiempo atrás de sus secciones de espionaje hoy más célebres: el MI5 y el MI6 (para el que trabajaba Bond) hiperactivas en aquel tiempo, y que aún mantienen sus nombres. (DM)